La primera vez que vi una pintada me causó un impacto tremendo. Era la noche de reyes de 1975 y alguien grabó en la fachada de mi casa las frases: “Muera el rey. Abajo la monarquía”. Hasta ese día no conocíamos más pintadas que los grabados que los adolescentes enamorados hacían en las paredes de los solares y en los árboles del Parque con el corazón y dos nombres.
Cuando llegó la Transición y la política se coló en cada barrio, calle a calle, puerta a puerta, nos fuimos acostumbrando a que de vez en cuando llegaran los pintores con la lata y la brocha y nos dejaran su sello con el martillo y la hoz o la tan repetida palabra ‘libertad’, que entonces era un pozo sin fondo. Cuando se acercaba el tiempo de las elecciones los de la pintura cambiaban la lata por el cubo y el engrudo y nos dejaban las fachadas empapeladas con los rostros de los candidatos.
La ciudad vivía en un estado permanente de suciedad donde la pringue podía tener la cara del alcalde o de un concejal. Las fachadas eran un lienzo colectivo, donde cualquiera podía colocar un cartel o la primera ocurrencia que se le pasara por la cabeza sin que infringiera ninguna ley. En un par de años pasamos del bando municipal que invitaba a los vecinos de Almería a blanquear las fachadas de sus casas cuando se acercaba el verano, a vivir sepultados en los carteles y en los mensajes que ponían los propios políticos.
Cambiaron los tiempos, prohibieron los carteles, ya no se hacen pintadas políticas, pero llegó el grafitero para pintarnos la cara y no dejar una fachada limpia. Las últimas tendencias de estos aspirantes a artistas son los grafitis en las cocheras. Cuando ya no hay un hueco libre en una fachada la emprenden a golpes de inspiración con las cocheras, haciéndolo además con ese mezcla de mal gusto y mala leche que los caracteriza. Lo que les importa no es el resultado final, no van en busca de ninguna belleza, sino de amargarle la vida a los vecinos, que en muchos casos se lo han tomado con resignación y ya ni se molestan en volver a pintarlas. Para qué, si las van a volver a ensuciar.
Hay rincones del casco histórico que parecen un pasadizo del mismo infierno. Uno de estos lugares coincide con la fachada lateral del colegio del Milagro y ocupa una parte de la calle dedicada al escritor y abogado almeriense Antonio Ledesma. La obra de los grafiteros ha sido destructiva. No han dejado un centímetro de fachada limpio, lo que unido al abandono histórico de esta pasaje, componen un aspecto desolador.
Es la calle que une la Plaza del Conde Ofalia con la Plaza de Santo Domingo. Los más veteranos del lugar conocen este escenario como la calle del Ángel, como se llamaba antiguamente, cuando en la esquina principal reinaban los escaparates de la tienda de comestibles de Luis Morales y cuando aún quedaban en la calle los últimos rescoldos de las casas de citas. Los que fueron adolescentes de los años setenta identifican esta calle con los fines de semana, cuando iban a reponer fuerzas al que fue su negocio más emblemático, la cervecería 2000, donde por un módico precio te tomabas un bocata de salchichas con un quinto de cerveza.
La calle actual tiene dos caras: la de su primer tramo con nuevos negocios que intentan abrirse paso y la cara que desemboca en el colegio del Milagro, completamente arrasada por las pintadas de estos aspirantes a artistas que rozan la delincuencia amparados en la ambigüedad de las leyes y en unas ordenanzas municipales que están para que nadie las cumpla.
La calle de Antonio Ledesma, la de la fachada lateral del colegio del Milagro, está completamente profanada.
La última tendencia de los grafiteros es dejar con un ‘cristo’ las puertas de las cocheras.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/252791/el-grafitero-que-nos-pinta-la-cara