Había un momento del día en que la tele se apagaba. Después del Telediario de las tres de la tarde llegaba la carta de ajuste, que era la siesta de los televisores, y empezaba la hora de la radio.
Recuerdo, como en un sueño lejano y febril, una de aquellas tardes en las que las que liberado del colegio por una gripe escuchaba desde la cama, abrigado entre las mantas, aquellas voces cargadas de deseo reprimido, de llanto y de venganza que llegaban desde el comedor. Era la hora de la novela, la que daban por la radio, porque entonces teníamos la costumbre de utilizar el verbo dar tanto para los programas radiofónicos y televisivos como para el cine. Decíamos aquello de “qué película darán esta noche en la terraza Moderno”.
Muchos de aquellos recuerdos remotos de infancia están unidos a esas tardes sin colegio, a días de convalecencia en la cama, cuando nos sentíamos extranjeros en nuestra propia casa, como si estuviéramos habitando un territorio que no nos pertenecía, esa franja horaria de la tarde en la que teníamos que estar en el colegio.
Metido en la cama, con la manta hasta los ojos para sudar la fiebre, las voces de la novela se colaban entre las sábanas y en esos instantes de duermevela uno no sabía con certeza si las estaba soñando o eran realidad.
La hora de la radio era sagrada en las casas y estaba rodeada de un ritual que se organizaba en torno a la mesa de camilla y a la taza de café. En febrero de 1972, cuando por Radio Juventud se emitía ‘Simplemente María’, a las cuatro de la tarde se paraba el mundo. Recuerdo que era uno de los pocos momentos del día en que mi madre se sentaba, lo que no hacía ni para almorzar. Colocaba las piernas bajo la falda de la mesa y al calor de la estufa se evadía de las tareas de la casa y se quedaba abstraída escuchando aquellos diálogos medidos con precisión, que penetraban como flechas en los corazones de las oyentes.
Como los trabajos del hogar apenas le daban descanso, mi madre no acostumbraba a cruzarse de brazos escuchando la novela, sino que aprovechaba aquellos minutos para coser.
Desde la cama, medio aturdido por la fiebre, me llegaba la sintonía de la serie y las voces en las que por primera vez descubrí el sabor amargo de los amores imposibles. Porque aquellas historias estaban cargadas de drama, de alegrías pasajeras que se tornaban en llanto a la vuelta de la esquina, de jóvenes que idealizaban el amor hasta que se cruzaba en su camino ese destino, infiel y amargo, que acaba por endurecerles el corazón.
De vez en cuando aparecía en mi casa alguna vecina, que sin tiempo ni de quitarse el mandil, se presentaba a la hora de la novela contando el drama que le había ocurrido: su aparato se había quedado sin pilas justo cuando sonaba la sintonía de ‘Lucecita’. Perderse un capítulo era una pequeña tragedia y a la mañana siguiente, en la tienda de mis padres, las mujeres se ponían al día contándose las últimas incidencias. Lo hacían con tanta precisión, lo hacían con tanta vehemencia que parecía que estaban contando historias verdaderas.
A mí no me gustaban las novelas de la radio. Me producían una tristeza hiriente y me hacían pensar que si aquello era el amor, qué sería el odio. Yo era más del programa que venía después, del amable consultorio de la señora Francis, que se colaba en nuestras casas a esa hora en la que los niños acabábamos de llegar del colegio y hacíamos la tarea corriendo para irnos a la calle mientras nos comíamos el bocadillo de mantequilla o sobrasada, a riesgo de dejar un lamparón encima de una suma o de un copiado.
La señora Francis nos leía las cartas de las jóvenes enamoradas que dudaban si fugarse con el novio o eternizar su relación; nos contaba cómo se freía un huevo sin que se rompiera la yema o les decía a las muchachas cómo saber si el joven que las pretendía iba con buenas intenciones.
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