Tener una churrería en la Plaza de Moscú te daba más popularidad de la que pudiera alcanzar cualquier alcalde de Almería. Un churrero de barrio, lo mismo que un tendero o el dueño de un bar longevo, eran auténticos personajes en sus barrios, gente que pasó a la historia y que permanece viva mientras haya alguien que los recuerde.
Si usted se da una vuelta por Pescadería y pregunta a algún vecino con más de cincuenta años, seguro que se acuerda de Rafael Cruz y de su esposa, la inolvidable Amor Ramos. Sus nombres evocan el perfume pegajoso de los churros en aquellas noches de fiesta hasta el amanecer, cuando las familias festejaban el día de la Virgen del Carmen.
Rafael fue un luchador nato, un joven rehén de su tiempo que le tocó vivir una época complicada. Cuando terminó la guerra, tenía sólo dieciséis años, pero como la vida le apretaba y tenía que buscarse el pan todos los días, su adolescencia se le fue esfumando entre las manos, sin tiempo apenas para pensar en amores ni en juegos.
Sólo tenía dieciséis años cuando se iba largas temporadas de gira con los feriantes que recorrían los pueblos y las aldeas de Andalucía. El Tío Vivo, los Coches de Choque, el Látigo, las frías madrugadas durmiendo sobre un colchón sin otro techo que el que le proporcionaban las estrellas. Jornadas eternas de duro trabajo donde dormían de día y vivían de noche, entre el ruido de las sirenas y el eco repetitivo de la tómbola que repartía ilusiones.
En una de aquellas ferias, cuando ya había cambiado el pantalón corto por el de hombre, conoció a Amor, la muchacha sevillana de la que se enamoró sin reservas. Un par de miradas, una sonrisa de ella, las conversaciones cortas, los gestos cómplices, el primer beso y una historia de amor para toda la vida.
Fue un noviazgo difícil porque en aquellos tiempos las distancias eran mucho más largas que ahora, las cartas tardaban siglos y la juventud pasaba a una velocidad vertiginosa. Fue un noviazgo de ferias y de carta diaria. Como ella no sabía escribir, le iba deletreando sus emociones a su hermana Carmela, que con buena letra le contaba a Rafael sus verdaderos sentimientos.
Para poder casarse, Rafael tuvo que cambiar de trabajo y durante unos años fue cobrador de la empresa de autobuses, hasta que en 1960, para poder sacar a la familia adelante, se tuvo que marchar a las minas de carbón de León, donde se fueron muchos almerienses antes del gran aluvión hacia los cinturones industriales de Cataluña y Europa.
Las minas ofrecían trabajo seguro y un sueldo semanal que era difícil ganar en el sur, pero los días se hacían interminables en aquellas galerías en las que un hombre nunca tenía la garantía de poder salir. El riesgo era un componente más dentro del duro trabajo de aquellos mineros sin vocación que tuvieron que dejar su tierra para sobrevivir, poniendo en riesgo su salud en las entrañas de la tierra.
En 1969, cansados de pasar los días a oscuras, Rafael y Amor decidieron regresar a Almería. Con el dinero que consiguieron ahorrar compraron un juego de palos de madera, una cocina de butano, varias sartenes y una lona con la que él mismo se construyó un toldo.
Con todo el material montaron una churrería ambulante que durante más de veinte años se convirtió en un referente del barrio de Pescadería. Era el negocio de Rafael ‘el Minero’ y Amor ‘la Churrera’, un kiosko itinerante que todas las mañanas montaban antes de que amaneciera para que los hombres de la mar que iban y venían del puerto pudieran calentarse las tripas con una porra de churros recién hecha. A las doce de la mañana cerraban el chiringuito, lo desmontaban con paciencia y lo guardaban hasta el día siguiente en una covacha del cerro. Los días festivos, como había que servir doble ración, el día comenzaba a las cuatro de la mañana para que les diera tiempo de atender todas las demandas.
En los años sesenta y setenta, la Plaza de Moscú era un lugar estratégico, el anchurón donde iban a desembocar las calles Capitana, Valdivia, Rosario, Cordoneros, Bergantín y el Camino de la Campsa. Una plazoleta por donde pasaban todos los senderos que llevaban a La Chanca, un lugar lleno de vida, de familias humildes que lo poco que tenían se lo gastaban en comer. Por eso, la churrería fue siempre un buen negocio y le permitió al matrimonio tirar adelante con dignidad y sacar a flote una familia de cuatro hijos.
Los vecinos se despertaban todas las mañanas con el perfume de los churros, que envueltos después en un trozo de papel de estraza, acompañaban la taza de café en el desayuno. La gente no tenía que moverse para tenerlo todo a mano: en una esquina la churrería de Rafael y Amor, y en las otras los bares que servían el café y la leche bien caliente. Fueron muy célebres el bar del ‘Cagarruta’ y el bar ‘Cuerno’, que tenía la peculiaridad de su construcción, al estar fabricado con modestas cañas de la boca del río.
Eran buenos tiempos para el negocio porque los churros alimentaban, llenaban bien el estómago y todavía no se había inventado el colesterol.
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