El noviazgo tenía un camino que había que recorrer, un conducto reglamentario que era conveniente seguir si se quería formar parte de lo que entonces llamaban ‘novios formales’.
El primer paso, cuando una pareja se conocía, se hablaba, se gustaba, se descubría y aceptaba su complicidad, era salir juntos. Salir tenía dos posibilidades: hacerlo con el grupo de amigos o en solitario. Se empezaba saliendo en pandilla, aprovechando cualquier pretexto para coincidir y acabar caminando juntos, para caer siempre al lado en la butaca del cine, para terminar pegados cuando en el guateque del domingo sonaban las lentas en el altavoz del tocadiscos. Se empezaba saliendo en grupo, hasta que llegaba el día en que la pareja daba el paso de salir solos, que era una forma de presentarse en sociedad y de contarle al mundo que estaban enamorados, que iban en serio.
Los primeros pasos los tenía que dar casi siempre el novio. Por mucho que a una muchacha le gustara un amigo, la iniciativa le correspondía al novio, que cumplía así con una regla no escrita que se iba transmitiendo de generación en generación. Era el novio el que le preguntaba a ella aquello de que si quería salir con él y era el novio el que un día, cansado ya de la multitud y de las carabinas, le pedía a la novia ir solos al cine o a dar una vuelta por el Parque en una mañana de domingo. Era el novio el que acababa rompiendo el hielo, el que daba ese primer paso de agarrarla de la mano por la calle, a la vista de todo el mundo, a riesgo de que al día siguiente lo supiera ya media Almería.
Cogerla de la mano era un gran paso adelante que le permitía a un novio seguir avanzando e intentar alcanzar la cima de un beso, que entonces era un objetivo que rozaba los límites de la aventura. El mejor escenario para buscar ese primer beso con el que todos soñábamos podía ser un portal o una esquina solitaria en una noche oscura, pero era más seguro intentarlo en una fila discreta de una sala de cine, a ser posible aprovechando el clima favorable que creaba una película de aquellas que llamábamos de amor.
Solía ocurrir que el primer beso nunca se improvisaba, que era el resultado de un plan que el novio llevaba bien estudiado en su cabeza y al que le había dado mil vueltas durante la semana tumbado en la soledad del dormitorio. Ya entraba en el cine buscando el instante preciso. Lo primero era echarle el brazo por encima para crear el ambiente adecuado y desde esa posición esperar el mejor momento para mirarla a los ojos, darle un beso inocente en la mejilla y coger fuerzas para afrontar el ataque final que culminaba entre sus labios.
El primer beso en la boca era una conquista, aunque no hubiera pasado la frontera de los labios. Ese primer triunfo dejaba el terreno abonado para el siguiente domingo en el mismo cine. Un enamorado era insaciable y no se conformaba con un simple beso, por lo que no tardaba en intentar el más difícil todavía, ese doble salto mortal en el que terminaban actuando las lenguas. Un beso con lengua, como se decía entonces, era como desnudarse el uno frente al otro.
Pero todo noviazgo formal tenía que recorrer su camino, y cuando la relación ya se había consolidado, cuando la pareja empezaba a ir sola al cine y a darse los primeros besos, cuando el tiempo se le hacía corto y ya no se conformaba con que ella tuviera que estar a las nueve en su casa, llegaba el momento de dar un paso más, que no era otro que entrar en la casa de la novia y conocer a sus padres.
Malditas las ganas que la mayoría de los novios tenía de conocer a los padres de la novia, pero no había otra salida porque a la casa de ella ya habían llegado las noticias de la relación, siempre contadas por terceros, y no estaban dispuestos a consentir que la honra de su hija se pusiera en entredicho. Si querían seguir adelante tenían que hacerlo como Dios mandaba, que era con el consentimiento de toda la familia.
Entrar en la casa de la novia era como presentarse ante un tribunal de oposiciones sin ningún padrino. El novio llegaba hecho un manojo de nervios y sabiendo cómo no tenía que comportarse para poder se aceptado. Estaban muy mal valorados entonces los soñadores, aquellos jóvenes que tenían la cabeza llena de pájaros pero no terminaban de concretar ninguna profesión.
Lo que más odiaban los padres de un pretendiente era que no tuviera trabajo, que luciera una esbelta melena como “esos guarros” que salían cantando en la tele y que viniera rebotado de otra relación. Lo que hoy conocemos como un ‘nini’ lo tenía todo perdido. El vago estaba condenado de antemano, la holgazanería era el peor de los defectos que un novio podía tener, en esa interminable lista de imperfecciones que los padres encontraban en el novio de su hija.
Que el novio entrara por fin en la casa formalizaba definitivamente la relación. Ampliaba el horario de recogida, abría nuevos horizontes como ir de excursión con los suegros o compartir la cena de Nochebuena con toda la familia y lo más importante de todo, se iniciaba el camino hacia esa recta final de todo noviazgo que pasaba irremediablemente por los planes de boda: la cartilla del Montepío, el piso, los muebles y la maldita monotonía que acababa oxidando la relación.
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