Su valía no fue solo barrer los mismos suelos, fregar los mismos platos, almidonar los mismos cuellos de camisa, emporronar la misma uva, durante 60 años. No. Ni tampoco permanecer fiel a una familia de terratenientes - como eran los Giménez de Antas y Vera- durante esas seis décadas de trabajo como sirvienta en el cortijo, como nodriza de los hijos y, a veces, hasta como mayorala de confianza en la fértil hacienda. Tampoco.
El mérito que hizo singular a Josefa Martínez Fernández -la asistenta eterna del senador y rico propietario don Manuel Giménez Ramírez en la Almería de la Restauración- fue vivir 109 años, en unos tiempos en los que la edad media de la mujer ibérica apenas alcanzaba los 50, con tantas muertes prematuras en los partos, con tantas epidemias de tifus y de cólera, con tanta falta de higiene y de medicinas.
Josefa nació en Serón el 21 de febrero de 1803, el año en que Goya pintó a su maja desnuda. Allí vino al mundo cuando gobernaba el pusilánime de Carlos IV, antes de que Napoleón incluso soñara con invadir la península, cuando el 95% de los españoles eran analfabetos plenos. Y murió en 1912, cuando reinaba el tataranieto, Alfonso XIII, tras 109 años de trajines a la espalda.
Una crónica de la época aparecida en la revista Nuevo Mundo, meses antes de fallecer, contaba que "el excelentísimo senador del Reino la tiene retirada en su finca de El Real de Antas. Josefa tiene buen aspecto y fuerzas digestivas. Perdió la dentadura y le brotaron hace poco los terceros dientes de leche, aún cuando muy delgados e inadecuados para la masticación. Discurre bien y conserva la memoria”.
La centenaria criada, cuentan los descendientes de la familia Giménez, falleció en su jergón, casi sin enterarse, siendo, sin duda, en ese momento la mujer más anciana de la provincia.
Josefa se crio en Serón, su pueblo natal, en tiempos en los que aún los hombres llevaban una faca escondida en la faja y las mujeres toquilla y enaguas. Se sembraba trigo y cebada y poco más se comía que el pan que se amasaba con esa harina, los huevos que daban las gallinas y las algarrobas y los higos que se cogían del campo. Muchas veces se perdía la cosecha y las casas de Serón -como tantas otras- padecían la hambruna.
Una mañana de mediados del siglo XIX, llegó a Serón desde Antas el propietario y diputado a Cortes, Luis Giménez Cano, quien había subido hasta la sierra por asuntos de negocios. Un conocido le ofreció a Josefa como criada. “Es una buena mujer, muy limpia, se le han muerto los padres y está soltera, llévatela para que te ayude en tu casa”. La miró el político conservador, la vio fuerte, aunque ya pasaba de los 40, y pensó que le podía hacer falta a su mujer Angeles en el hogar y en el cuidado de los hijos.
Así fue como se inició ese idilio laboral, esa relación entre amo y criada, entre varias generaciones de Giménez y Josefa, que duró más que una vida y que solo quedó cercenada por la muerte. Los Giménez fueron la familia por antonomasia de la política clientelar durante varias décadas en el Levante almeriense. Dominaron casi todos los resortes del poder, desde su ideología conservadores y sobre todo, acumularon, no solo un notable influjo político, sino también económico. El fundador del clan era ese Luis Giménez Cano que se quedó con esa criada que llegaría a más que centenaria. Luis nació en 1819 en Antas, era hijo de Juan Giménez, natural del pueblo castellonense de El Toro, que llegó a Antas y se casó con Francisca Cano, hija de hacendados labradores. Luis, un despierto propietario, estudió derecho y tras consolidar un rico patrimonio de parrales, apuntaló su fortuna comprando fincas de propios (pertenecientes al municipio) en los años de la desamortización de Madoz. Fue alcalde de Vera, senador, comisario regio de Agricultura y diputado a Cortes por el distrito de Purchena en 1879. Era un terrateniente metido en política, inteligente y preocupado por la mejora de los cultivos. Tuvo seis hijos a los que crio como una segunda madre la centenaria Josefa: Angela, Juan, Francisco, Luis, José y Manuel Giménez Ramírez.
Este último, nacido en 1859, fue el que heredó buena parte de las tierra y de la clientela política de su padre. Ejerció una influencia casi sin igual, no solo en su territorio levantino, sino en toda la provincia, durante el reinado de Alfonso XIII. Fue senador y diputado de distrito y de circunscripción y en cada oficina, en cada ayuntamiento, en cada administración tenia al mando a un pariente. En 1919 fue nombrado director general de Agricultura, como colofón a su carrera. Hizo un casamiento de quilates con Pía Isabel García Orozco, que multiplicó aún más su rico patrimonio. No en vano su esposa era una nieta del legendario prócer almeriense, Ramón Orozco Gerez y de Francisco García Leonés, un militar descendiente de las primeras familias repobladoras de la comarca de Vera.
Entre las propiedades que heredó Pía, una de las nietas favoritas de don Ramón, estaba el Cortijo del Real, entre Antas y Vera, complementando con una finca de parrales de 19 hectáreas. Allí bregó Josefa, entre la casa y el campo, entre el cuidado de los animales, el control de los peones de la uva y entre pucheros que preparaba para la familia.
Manuel Giménez vivió toda su vida obsesionado con el agua hasta convertirse en el mayor ‘acuateniente’ de la comarca y compartía la actividad de cosechero con la de exportador. Fue también, como su padre, senador y diputado y directivo de la Cámara uvera que ayudó a fundar. Y nunca olvidó ni abandonó, hasta el final de sus días, a la centenaria Josefa, su segunda madre.
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