Para nuestro paladar, que estaba todavía virgen, que no conocía aún la bollería industrial ni los alimentos procesados, un simple cartucho de garbanzos tostaos era un manjar indiscutible. Formaba parte de nuestro inventario de chucherías diarias, a la misma altura que las pipas, las chufas, las avellanas y las almendras garrapiñadas.
Un cartucho de garbanzos tostaos tenía la ventaja de que te podía servir de merienda y de que al contrario de lo que ocurría con los caramelos, no te dañaba la dentadura ni dejaba huella en el aparato digestivo. Podías coger un empacho si te pasabas de la dosis recomendada, pero nadie tenía ninguna duda de que era un alimento saludable y que alimentaba tanto o más como un bocadillo.
Aquellos garbanzos eran artesanos de verdad. Se hacían a mano y no necesitaban de ninguna factoría ni de un proceso complicado de fabricación. Se elaboraban con productos naturales, lo que hoy llamaríamos ecológicos: garbanzos puro y duros y un montón de yeso del que utilizaban los albañiles. La maquinaria tampoco era nada del otro mundo: un bidón de lata, cuanto más viejo mejor, donde se hacía el fuego, una freidora como la que se usaba para hacer los churros, un mocho o escoba de esparto para ir meneando el producto y buen ojo para apartarlo cuando estuviera en su punto.
El envase era tan sencillo como un simple cartucho que se hacía con papel y no necesitaba llevar ni fecha de caducidad ni el valor nutritivo ni los ingredientes, ni tampoco el número de registro de sanidad. La información sobraba porque todo el mundo sabía lo que se estaba comiendo. Cuando se te iba el control y te hartabas de garbanzos, tenías que echar mano del agua, con cuidado de no abusar para que se no te hiciera una mezcla dentro del estómago.
Los domingos de nuestra infancia parecían más felices cuando entrábamos en el cine Hesperia con un cartucho de garbanzos en el bolsillo. Los vendían en la puerta, en uno de aquellos carrillos de madera que llevaban los vendedores ambulantes por toda la ciudad. Se colocaban en lugares estratégicos: en la puerta de los cines los fines de semana, en el fútbol, en el puerto, en el Parque, y los días de diario enfrente de la puerta de los colegios.
El templo de los garbanzos tostaos en Almería era el badén de la Rambla, frente al Barrio Alto. Allí empezaron, a comienzos del siglo pasado, los Chirivía, la familia que durante más de medio siglo hacía los garbanzos tostaos con un bidón y una escoba de esparto. Hoy siguen en el mismo sitio, pero en vez de un humilde puesto, regentan un kiosco de tapas.
La historia del negocio comenzó cuando la bisabuela de José Mullor Rodríguez, el propietario actual del ‘chiringuito’, recorría las calles del centro vendiendo garbanzos y chufas con una carretilla de madera. Eso sí que era venta ambulante: de la Rambla se iba por las mañanas a la puerta de la Plaza donde estaba la vida de Almería y se podía vender mejor la mercancía. Por las tardes, a la hora de los trenes, a la puerta de la Estación, y en verano a las inmediaciones del Balneario Diana, donde siempre se hacía muy buena venta con los bañistas y con los almerienses que iban a aquella playa a ver atardecer.
Con el tiempo, los Chirivía ahorraron para invertir en un carrillo mayor que se ubicó en el mismo badén de la Rambla. Como en aquella zona solían parar las camionetas que venían de los pueblos, la rentabilidad del puesto estaba asegurada. En 1958 fue el padre de José Mullor el que le dio un nuevo impulso al negocio instalando el primer quiosco estable, levantado con cuatro paredes de madera. Para adaptarse a los nuevos tiempos, el quiosco se convirtió también en un bar. Siguió explotando la venta de los frutos secos, pero empezó a servir chatos de vino con cacahuetes de tapa. Fue en 1970, coincidiendo con el nuevo alumbrado de la zona, cuando los Chirivía reformaron de nuevo el negocio y ya en 1999, con las obras de la nueva Rambla, llegó el salto definitivo y la ubicación actual.
El badén era un territorio fronterizo, un camino de ida y vuelta que en los otoños, cuando llegaban las primeras lluvias torrenciales, se convertía en un río que arrastraba hasta el mar todo lo que encontraba por delante. Para no quedarse aislados, la gente del barrio tenía que construir un puente con bloques de piedra y tablas. Por el mes de mayo, el badén se vestía de fiesta para celebrar a San José Artesano. En la plaza de la iglesia se levantaba una cruz con flores y se hacían verbenas populares a las que acudían las muchachas del barrio para lucir sus vestidos nuevos. Había castillo de fuegos artificiales y una Misa con sermón del reverendo don Manuel Sánchez Segovia. Cuando echaron abajo el viejo edificio y en los años setenta construyeron el actual templo, desapareció la plaza y los niños se quedaron sin ese anchurón donde podían jugar a salvo de los coches y de los sustos de la Rambla.
En 1969 el ayuntamiento aprobó la pavimentación de los badenes de las ramblas de Belén e Iniesta que enlazaban la calle de Murcia con la calle Real del Barrio Alto. Había que adaptar el lugar a los nuevos tiempos, por lo que toda esta zona de tierra se convirtió en una avenida de alquitrán para que pudieran circular los coches.
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