En la posguerra más lejana, cuando cortaban la luz en los inviernos, cuando las familias más humildes se repartían media docena de boniatos para la cena, cuando las madres hacían colas en las calles para conseguir un poco de azúcar para el biberón de sus hijos, cuando la maldita tuberculosis golpeaba en las puertas de las casas sin respetar la edad y no había un remedio más efectivo que el sol y el aire de la sierra, en aquel tiempo de profunda escasez en la que sobrevivir era el único destino, la figura del héroe se hizo imprescindible para poder escapar de una realidad que apretaba con crudeza.
Los héroes eran el contrapunto de la realidad, el sueño cercano y a la vez imposible que tantos almerienses necesitaban para que la vida no fuera el valle de lágrimas del que hablaban los curas. Las muchachas soñaban con los galanes de las películas y con aquellos amores de joyas, brillantina y perfume que se estrenaban los fines de semana en la pantalla del cine Hesperia, mientras que los adolescentes se agolpaban delante de los kioscos del Paseo para enterarse del resultado de la última velada de boxeo que se había celebrado en Madrid y de los marcadores de la jornada de liga del domingo.
Almería, que bastante hizo con sacar la cabeza a flote después de la guerra, no dio ninguna figura relevante que sustituyera a Dios en la tierra. Teníamos un grupo de artistas que destacaba en las tertulias culturales de los cafés, a nuestro Perceval con su inagotable genialidad, pero se quedaban lejos del estereotipo de héroe que necesitaba la gente para adorarlo.
Huérfanos de héroes locales, nos conformábamos con los que importábamos de fuera, aunque a veces, era tanta la necesidad que bastaba con que un chico de barrio, salido de la pobreza, tumbara a otro en el cuadrilátero del Tiro Nacional para que fuera adorado al menos durante siete días, el tiempo que tardara en perder un combate.
Quizá, los primeros héroes globales que tuvo Almería en aquel tiempo fueron los voluntarios de la División Azul, al menos, se les trató como si lo fueran cuando muchos de ellos regresaron. No se recuerda en la ciudad un recibimiento de tanta magnitud como el que se le dio a aquellos jóvenes que representaron la valentía de un pueblo. No habían ganado ninguna guerra, no habían protagonizado grandes hazañas dignas de pasar a la posteridad, pero habían sobrevivido a dos holocaustos: el de las bombas y el del frío de Rusia, suficientes argumentos para que sus paisanos vieran en ellos a esos paladines de la gloria que tanto necesitaba la ciudad.
Vivíamos de las migajas de los pequeños ídolos locales, de aquella generación de boxeadores que se formaron en la academia del hambre y de los delanteros que marcaban los goles del Almería cuando no salíamos de las mazmorras de la Tercera División.
El fútbol acabó por darnos esa alegría que tanto buscaba la ciudad. Arrastrábamos el estigma de la pobreza y de ser el culo del mundo, y cualquier hazaña de un deportista de nuestra tierra, por pequeña que fuera, la utilizábamos como reivindicación de todo un pueblo. Cuando la posguerra daba sus últimos coletazos, los almerienses se echaron a las carreteras y a las calles de la ciudad para darle la bienvenida a los jugadores del Atlético Almería que habían logrado un hito histórico, ascender a Segunda División. Por fin, el nombre de Almería iba a sonar en las emisoras de radio y aparecería los lunes en las páginas de deportes de los principales periódicos.
Tres años después, en el verano de 1961, la ciudad volvió a fabricarse un héroe. El domingo 2 de julio, un joven criado en la humildad del entorno del cerro de San Cristóbal, José Bisbal, conquistó en Madrid el título de campeón de España, nada más y nada menos que en la plaza de las Ventas.
Media Almería se echó a la calle para recibirlo con una caravana de coches de caballos que lo llevó desde la estación a la Plaza de Marín, donde lo esperaba su madre. El abrazo entre la madre y el hijo, convertido en héroe, se quedó grabado para siempre en la memoria de una generación.
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