Federico Sánchez Berruezo fue uno de los últimos mineros de Cabo de Gata y uno de aquellos jóvenes que echaron los dientes en la mina. Su padre era encargado de minas en el poblado de las Menas, un experto en perforaciones que en los años de la guerra estuvo contratado en Almería en las obras de los refugios.
Federico fue heredando de su padre la pasión por las máquinas y la habilidad para manejarlas y arreglar motores sin tener que pasar por ninguna academia ni por ningún taller. Aprendió el oficio jugando y cuanto todavía no había cumplido los catorce años de edad ya manipulaba excavadoras de gran tamaño y colaboraba con su padre cuando estaba destinado en Bilbao en la construcción del aeropuerto de Sondica.
Su aprendizaje fue a base de esfuerzo. Cuando terminó el servicio militar se marchó a Calaf, un pueblo de Barcelona, para trabajar durante tres años en un taller de la casa Ford, hasta que cansado de estar lejos de su casa regresó a Almería. En 1951, su padre fue nombrado encargado de las minas de plomo de Cabo de Gata, y allí se marchó Federico para ponerse al frente de las máquinas.
De las antiguas minas de la zona, ya abandonadas, se habían ido formando montañas de escombreras que empezaron a explotarse a partir de los años cincuenta. El trabajo en las escombreras consistía en cargar el mineral y llevarlo hasta el lavadero para extraer el plomo. Cerros enteros formados por los residuos de las viejas minas, que llegó a dar trabajo a medio centenar de hombres, que formaron un pequeño poblado aprovechando las viviendas que la empresa Tramisa levantó a tres kilómetros de Cabo de Gata.
La explotación de las escombreras fue un adelanto para la barriada por la vida que le dieron los trabajadores de la mina y por el progreso que significó la llegada de la luz eléctrica.
En aquellos años, los pocos vecinos que poblaban el Cabo de Gata no tenían electricidad, hasta la puesta en marcha del lavadero del plomo, que obligó a llevar la corriente por la zona. Llegaron a montar hasta un cable aéreo que iba desde el pinar de San José hasta la mina que estaba situada en el paraje conocido como Rincón de Martos.
La luz fue revolucionaria. Con ella se inauguró un nuevo mundo para todas aquellas gentes que todavía se alumbraban con candiles y con el fuego que salía de las viejas chimeneas.
En aquellos días de progreso y esplendor minero de la barriada, Federico conducía las máquinas más complicadas cuando nadie entendía de motores ni tenía conocimientos para llevarlas y hacía también las labores de mecánico cada vez que había una avería. Cuenta que trabajaba en jornadas de doce horas y que no tenían tiempo de descansar ni los domingos ni los días festivos.
Una vez estuvo a punto de perder la vida cuando intentaba arreglar un motor de un pozo, a cien metros de profundidad. Se hundió la galería, quedando atrapado junto a otro minero de Serón. Su compañero llegó muerto a la superficie, él se salvó de milagro.
La actividad en el poblado era intensa cuando había que transportar el plomo hacia el puerto de Almería para embarcarlo rumbo a los altos hornos de Bilbao. Federico cuenta que a veces faltaban camiones en la ciudad para poder traer la carga y que era un espectáculo ver aquellos viejos y solitarios caminos del Cabo con una enorme caravana de vehículos repletos de plomo siguiendo la ruta hacia el mar en medio de una apocalíptica nube de polvo.
En 1962, el maquinista se cansó de las minas y aprovechó una oportunidad que se le presentó para entrar en la empresa de transportes Bernardo, donde estuvo como conductor de la línea Almería-Alboloduy.
Fue una corta experiencia ya que pronto regresó a su vocación y volvió a arreglar motores, montando su propio negocio de venta de maquinaria agrícola y servicio técnico. Puso un taller propio en la calle del Duende, primero en sociedad con el empresario Luis Contreras, y después en solitario. Allí estuvo al frente hasta que cumplió la edad de jubilarse.
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