La historia más preciosa de Pulpí

Un patricio convirtió a un pastor en sabio abogado; y éste a un aguador en pintor internacional

Estudio del pintor Pedro Antonio Martínez Expósito en Madrid donde se ve al artista con la tabla de colores en la mano e imagen del pintor.
Estudio del pintor Pedro Antonio Martínez Expósito en Madrid donde se ve al artista con la tabla de colores en la mano e imagen del pintor.
Manuel León
21:43 • 15 abr. 2023

Si uno va a Pulpí, el pueblo de la geoda y la mina rica, de los toros de fuego y del bar El Cordobés; si uno va a Pulpí, el vergel de las lechugas de Primaflor y de los ajos de Peregrín, la cuna de un pastorcico y de un ministro, la playa de Cousteau y del Calipso;  si uno va a Pulpí, a esos márgenes de la ancha Andalucía, a ese territorio fronterizo y levantisco que es capaz de cambiar el mundo si le dan un metro cúbico de agua, se dará de bruces con un espacio escénico donde habita la obra poco conocida de un hombre, un pintor de brocha fina, capaz de imitar-  según unos- la luz de Velázquez y de mejorar -según otros- los ojos negros de las mujeres de Julio Romero de Torres.



Ese artista -tan desconocido como conocido es su paisano zurgenero Ginés Parra- se llamaba Pedro Antonio Martínez Expósito y es el protagonista de una de las historias de cadena de favores más emocionantes de esta provincia. Tras una vida consagrada al arte pulcro, sin más veleidades, legó una caudalosa obra pictórica que, por ahora, nadie ha podido numerar ni catalogar. Sus creaciones costumbristas están repartidas por distintos museos del mundo, desde Nueva York a Kiev y sus años alejado de España, que fueron la mayor parte de su vida, han oscurecido los pasajes postreros de su biografía. Su historia, su pequeña historia, tanto personal como profesional, al menos lo que se conoce, está presidida por la luz de la  heroicidad, de la lucha para salir de la nada y convertirse en algo, en un honesto creador con más prestigio en Sudamérica que en su propio país.



El pintor Pedro Antonio, al que su pueblo le dedica un Museo, una calle y una asociación de mayores,  nació en la barriada de El Convoy en 1886. Su padre, Antonio Martínez Quesada, era jornalero y su madre, María Expósito era de Cuevas del Almanzora, de la que quedó huérfano a los siete años. Desde niño ayudó a su padre a extraer el agua de un pozo antiguo que tenían en la Rambla de Zaragata, en la Diputación de Benzal. Pedro Antonio encalleció sus manos infantiles manejando las cuerdas en el brocal con el que llenaba los cántaros, que cobraba a perra chica la carga. El niño aguador era huérfano de la más elemental cultura, oriundo de la nada más absoluta, aunque aficionado a trazar en un papel los paisajes rurales de su entorno: una pita en el camino, un cortijo a lo lejos, una chumbera llena de frutos. Hasta que ya con 17 años, con niños de más corta edad, pudo empezar a ir a la primera escuela pública que se creó en el pueblo, gracias al altruismo de Emilio Zurano, el célebre Pastorcico de Pulpí. Allí aprendió las primeras letras y los primeros números. Fue cuando en una  de las visitas del prócer pulpileño -abogado en la villa y corte, escritor y presidente del Círculo Mercantil- al colegio por él creado, acertó a ver unos dibujos de Pedro Antonio en el cuaderno. Zurano se quedó pasmado del talento del niño y decidió llevárselo a Madrid y costearle unos estudios.



El Pastorcico, el niño que dormía al raso de la majada cuidando el rebaño unas décadas antes, replicaba así, en una especie de mutualidad de amparos sucesivos, lo que había hecho con él unas décadas antes el patricio Manuel Galdo, que había  acudido al Distrito del Levante almeriense para gestionar los socorros concedidos para mitigar la horrible inundación de 1879. Galdo quedó prendado del ingenio natural de aquel Pastorcico recitando el Quijote de memoria, y al Pastorcico le ocurrió lo mismo, veinte años después, al ver los trazos de aquel Pedro Antonio. 



En 1909 Pedro Antonio se marchó a Madrid, por tanto, con don Emilio Zurano. El Pulpí dejaba un padre fatigado que vio claro el porvenir de su hijo fuera de esa aldea y a un primo hermano, llamado Ramón Muñoz, según explica su bisnieto Juan Pedro Sánchez.



En Madrid comenzó su aprendizaje pictórico con Eduardo Chicharro y después con José María López Mezquita con el que marcará su orientación hacia la pintura castiza española. Allí conoció a su inseparable amigo Francisco Soria Aedo, con el que compartió el mismo estudio donde años antes había trabajado Sorolla. Empezó a destilar talento Pedro Antonio y a  cosechar éxitos como retratista, el primero en 1916 en el Certamen Internacional de Panamá, con  ‘Cabeza de niña’.



Después siguieron más premios y medallas en Madrid, la Bienal de Venecia y exposiciones en Bruselas y Amsterdam. En 1930 Pedro Antonio era ya un pintor consagrado en Madrid y dio el salto a América con exposiciones, en Nueva York, Miami, La Habana, Buenos Aires y Sao Paulo y Río de Janeiro, donde falleció en 1977, sin descendientes y sin haber vuelto desde 1935 a su país. Su única pariente, María, la hija de su primo Ramón, intentó localizarlo en los años 60, pero no fue posible. Hoy su obra, diseminada por el mundo, habla por él. En Pulpí hay nueve de sus lienzos, más otros que atesora la familia Caparrós Martínez: escenas habitadas por mujeres rotundas, con rosas púrpuras sobre el pecho; mujeres lozanas con mantilla, rostros de zambra, niños con chistera, damas de la burguesía, majas madrileñas y monjas orando, algunas  de ellas ungidas por aquel pulpileño mirando la playa de Ipanema pero acordándose de su mar lejano de Terreros. 




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