Un día vimos aparecer por el barrio al guaperas de turno que estrenando el coche que le había comprado el padre venía a recoger a la muchacha de la que casi todos estábamos enamorados. A los niños de antes nos gustaba tanto compartir que no nos importaba encapricharnos todos de la misma.
Los celos se digerían mucho mejor cuando se repartían entre varios, cuando la herida era colectiva, cuando todos nos poníamos de acuerdo para criticar a aquel ‘chulillo’ que venía de otro barrio para ‘llevarse de calle’ a aquella adolescente que sentimentalmente nos pertenecía porque la habíamos visto crecer y la habíamos deseado religiosamente, sabiendo que nunca la podríamos tener, asumiendo nuestra derrota de antemano.
Un día aparecía el temido galán conduciendo el Seat 600 o el 850 que relucía como un diamante y se paseaba por nuestras calles como un conquistador se exhibe delante de un ejército vencido. Cabalgaba a lomos de cuatro ruedas, dejando a su paso un olor insoportable a Varón Dandy. Venía a recoger a la novia que nos había quitado y a nosotros no nos quedaba otra salida que asumir nuestro destino y entender que aquella era una batalla perdida, que no podíamos competir con aquel joven que nos sacaba varios años de ventaja y que además, tenía en su poder un arma que entonces era invencible, el coche.
El joven que nada más cumplir los 18 años se sacaba el carnet y tenía su coche se colocaba en un escalón superior dentro de la pandilla y adquiría un glamour especial a la hora del ligue. Para muchas adolescentes de aquel tiempo, tener un novio con coche era un triunfo importante. Cuando se comentaba que fulanica se había echado novio y se añadía que además tenía coche, el pretendiente se elevaba un palmo del suelo y se situaba en otra dimensión.
Cómo íbamos a competir nosotros, los que con 18 años no nos habíamos bajado todavía de la bicicleta de barra que habíamos heredado de nuestro hermano mayor, con aquel don Juan que los domingos de verano aparecía por el barrio con el meyba y las gafas de sol manejando el volante de un brillante ‘seíllas’. Era una lucha desigual que para nosotros, los caballeros andantes, terminaba en la arena de la playa del Club Náutico, mientras que el adonis, con el coche cargado de niñas, se permitía el lujo de irse al Zapillo y a veces a la playa del Palmer o de Aguadulce, que eran palabras mayores.
Cuando pasaron los años, cuando el coche se fue democratizando y ya no representaba un signo de distinción tan acentuado, tener vehículo propio no solo te otorgaba la libertad de poder desplazarte dónde quisieras, sino que te permitía disponer de un rincón solitario para intimar con tu novia. El coche, para los jóvenes de los años ochenta y noventa, fue la metáfora del piso que no pudieron tener.
Salías los sábados por la noche, te tomabas una cerveza con ella y después rematabas la faena en el asiento de atrás del coche de tu padre, teniendo mucho cuidado de no dejar rastros sospechosos que pudieran delatarte.
Aparecieron entonces los llamados ‘picaderos’, donde iban las parejas a sellar su amor. Te podías perder por el camino del Faro, por la explanada del muelle y por la zona del Paseo Marítimo cercana a la Térmica, que entonces estaba en construcción. Llegaban con sus vehículos al oscurecer y plantaban su apartamento itinerante mirando a la playa, a ser posible en un tramo que no estuviera demasiado alejado de las luces de la ciudad porque no convenía una soledad absoluta por cuestiones de seguridad.
Los fines de semana, aquel escenario se transformaba en una bacanal y había que irse temprano para poder encontrar un hueco en medio de una colmena de coches que se movía de arriba a abajo al compás del crujido de sus hierros. Había parejas que en la búsqueda de unos instantes de romanticismo se llevaban la cena y la música apropiada para el momento y allí se aislaban del mundo ajenos muchas veces a las miradas de los fisgones que también formaban parte de aquella fauna del sábado noche. Aquellos sátiros se acurrucaban como felinos rastreando los cristales del coche para encontrar el alivio de un resquicio donde colocar el ojo.
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