Hay un apellido -Gandolfo- que suena a nombre de rey visigodo y a residencia vaticana. Es un apellido de origen lombardo que echó raíces en Almería hace más de cien años y que aún sigue evocando la soledad del paisaje, la fuerza de los mares, el olor a tomillo y la oscuridad de la noche bajo una torre coronada de luz salvadora. Los Gandolfo siguen aquí con nosotros -quizá usted conozca a alguno- aunque han pasado más tiempo solos que acompañados, siendo los ojos del mar, atendiendo a la rosa de los vientos desde el orto hasta el ocaso, subiendo y bajando escaleras de caracol de la base hasta la linterna, avisando de naufragios, contando gaviotas como aquel Juan Salvador de Richard Bach, reponiendo el petróleo de las lámparas como los antiguos egipcios en los barrios de Tebas, encendiendo la célula fotovoltaica para que el argonauta llegue a buen puerto con su navío cargado de pescado, haciéndose viejos sentados en un peñasco, entre caladas de tabaco liado y aroma a algas y a salitre, con las aguas saladas por exclusivo confín en donde sus ojos han visto navegar buques de guerra y cabotaje, barcos de la uva y el mineral y pailabotes de vela y timón.
Los Gandolfo, fondeados en el mar almeriense de Ulises desde hace seis generaciones, han sido los únicos torreros que han podido jurar que amor con mar se paga, los únicos que han hecho de su capa un ancla, la única saga en España, en Europa, ¡quizá en el mundo! que han podido decir -que aún pueden decir- que la sal y el petróleo recorre sus venas desde un tatarabuelo hasta un tataranieto, como los mejores amigos de los faros, con especial nexo con el de Sabinal, en el término de Dalías y ahora de El Ejido, muy cerca del puerto de Roquetas.
Allí y en casi todos los faros del Mediterráneo, han vivido y se han multiplicado los Gandolfo, cuidando de que esa luz, con corazón de aceite, en la costa nunca se extinga para marineros y arraeces de antaño y hogaño, avisando de naufragios y encallamientos, hallando pecios romanos cargados de ánforas en la profundidad del mar de Guardias Viejas, pescando meros y besugos y cazando liebres y perdices como robinsones para sobrevivir, sin luz eléctrica -ellos que son luz en la oscuridad- sin teléfono, sin calles ni plazas por las que pasear o ir al mercado. La historia de estos torreros eternos comienza en la noche de los tiempos de 1847, cuando en España se crea el primer Plan de Alumbrado Marítimo ante las quejas de las navieras europeas por la falta de iluminación en las costas de la Península.
Aparece entonces en los anales de la familia, según narra Javier Zea Gandolfo, uno de sus descendientes, un tal Agustín Iñiguez de Ibarra, nacido en Madrid en 1828, que tras pasar por el ejército, cuerpo de carabineros y capataz de presidios, ingresó en el Cuerpo de Torreros en 1858 hasta su jubilación en 1894 con destinos, principalmente, en faros de las Vascongadas. Por otro lado, aparece la figura de Eustaquio Fernández Martín, nacido en 1849 en Celín (Dalías), hijo de un maestro de primeras letras y sobrino del torrero de faros Pedro Fernández del Moral, quien probablemente lo anima a emprender esta profesión. Ya en 1872, este primer Eustaquio, como el primer José Arcadio Buendía de Cien Años de Soledad, solicitó hacer prácticas en el primitivo faro de Sabinal. En uno de sus destinos, en el faro de la Baña, en Tarragona, concidió con Agustín Iñiguez y se casó primero con su hija Luciana y luego con su segunda hija Marta, al quedar viudo. Eustaquio pidió al Estado y lo consiguió un destino cercano a su tierra natal, tras pasar por el faro de las islas Columbres, y ser trasladado al antiguo faro de Roquetas, ya desaparecido, en 1904 hasta su retiro en 1916, cuando se trasladó a Berja a regentar un teatro con géneros como el de la zarzuela a la que era aficionado. En su hoja de servicio aparecen también otros destinos como Tarifa, Buda, Finisterre, Vinaroz, Burriana, Castellón y Tabarca.
En este último faro se iba a reproducir lo que ocurrió años atrás: Eustaquio coincide con un joven farista de Santa Pola (Alicante), Antonio Gandolfo Campello, quien se casa con su hija Angeles Fernández Iñguez, de cuyo matrimonio nacen once hijos de los que seis abrazaron también el oficio de torreros y fueron recoriendo los faros de España: Antonio y Eustaquio Gandolfo Fernández fueron fareros en El Sabinal; Luis, en Cabo Tiñoso; Serafín y Eugenio en el Cabo de Gata; y Alfredo, en Cabo de Palos.
Antonio Gandolfo, por tanto, engendra la cuarta generación de torreros de faros en la familia, la cosecha más abundante, aportando seis hijos al Cuerpo. Este patriarca Gandolfo sirvió como soldado en Filipinas y quedó marcado por aquella guerra lejana. Por eso, se sumió en una gran tristeza cuando vio salir a sus hijos al frente del 36. Todos regresaron sanos y salvos, aunque él ya no estaba para verlo, al haber fallecido en 1937.
A pesar de su peregrinar por tantos faros de España, los Gandolfo siempre tuvieron como referente el faro de Sabinal, donde celebran sus actos familiares, sus moragas, sus comidas de Navidad. Allí nacieron, crecieron y se multiplicaron como una tribu de eremitas, gozando y sufriendo durante más de 80 años en los que un Gandolfo estuvo al frente de ese faro legendario frente al mar latino.
Ahora aún continúa al frente de un faro, el de la Autoridad Portuaria de Almería, Antonio Zea Gandolfo, el último eslabón de la cadena, el último vestigio, como Mario Sanz Cruz en la Mesa Roldán de Carboneras, de un cuerpo que está próximo a extinguirse por la Ley de Puertos de 1992. Desde entonces no se convocan plazas de faristas y solo queda la tensa espera de la jubilación, del retiro de ese último Gandolfo farista con el que acabará toda una historia más que centenaria cuajada de versos de Alberti, de mitos y leyendas, de barcos hundidos, de vientos y tempestades, de evocaciones de relatos de Salgari y de Verne y, sobre todo, de luces y sombras frente a la mar infinita de Bayyana.
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