Nuestros primeros bares

Todos tuvimos un primer bar donde compartíamos la adolescencia con los amigos

El bar Los Claveles, hoy desaparecido, pero no olvidado, fue uno de los símbolos de la ciudad durante varias décadas.
El bar Los Claveles, hoy desaparecido, pero no olvidado, fue uno de los símbolos de la ciudad durante varias décadas.
Eduardo de Vicente
18:46 • 15 may. 2023

Uno se educaba entre los maestros, los amigos y la familia, en el colegio, en la calle y la casa, hasta que llegaba el día en que descubríamos la amistad inquebrantable de la pandilla y la barra de ese bar donde el proceso de socialización se iba interiorizando por los cinco sentidos. Cuántas lazos de camaradería se estrecharon para siempre con el olor de las jibias del bar los Claveles o alrededor de una botella de vino de Casa Puga o de la Bodega Montenegro.



Todos tuvimos un primer bar, ese refugio que nos pertenecía sentimentalmente porque allí pasamos, seguramente, los mejores momentos de nuestra adolescencia



El bar era la antítesis del instituto, la cara amable de la vida, el lugar donde nos evadíamos de las obligaciones y nos olvidábamos de ese maldito porvenir que pesaba sobre nosotros como una losa. El bar era el desahogo que teníamos cuando el ambiente familiar se hacia asfixiante, cuando nos cansábamos de escuchar las quejas de las madres porque no cogíamos un libro y teníamos los exámenes encima.



El bar era gloria bendita, el escenario donde nos sentíamos libres con los bolsillos vacíos o con las monedas justas para tomarnos un par de cañas y echar una partida en la máquina flipper. Sobre la barra de un bar crecíamos a la par de nuestros sueños, saboreábamos el placer de lo compartido y nos enamorábamos de todas las muchachas que pasaban por la calle. El bar acentuaba nuestra masculinidad recién estrenada y sin darnos cuenta, entre el humo del tabaco y el sabor de la cerveza, íbamos sellando una relación de amistad para toda la vida. 



Todos recordamos aquel bar de nuestro barrio, destartalado y familiar, donde nos refugiábamos los días de diario a salvo de las preocupaciones que nos rodeaban. Llevamos en la memoria, grabado a fuego, el recuerdo de aquel instante de felicidad, cuando al llegar al bar te encontrabas con los amigos que te estaban esperando. El bar era nuestro salvavidas cotidiano y más que un territorio físico o un negocio era un escenario sentimental. Por eso no nos importaba que nuestro bar favorito no fuera el más limpio del mundo ni tuviera las mejores tapas del condado, lo que realmente valorábamos era que nos acogiera, que el dueño nos tratara como si fuéramos de la familia y que la barra estuviera siempre llena de complicidad.



Aquellos bares de barrio no  se definían por sus grandes decorados, ni por haber pasado por las manos de un diseñador de lujo. Casi todos se parecían, casi todos compartían los mismos objetos. En casi todos los bares había un ventilador antes de que llegara la moda del aire acondicionado. Cuando no se utilizaba era un elemento decorativo más, como el escudo del equipo de fútbol favorito, como el pósters con la alineación del Madrid o del Barcelona que se repetía por las paredes de los bares de la ciudad. 



También eran inquilinos habituales de las paredes de  los bares los carteles de las corridas de toros y los almanaques con muchachas en biquini. Los dueños de los bares solían ser recatados a la hora de elegir el calendario y la vestimenta de la modelo, todo lo contrario que ocurría en los talleres y en los garajes, donde muchos vimos los primeros desnudos femeninos, retratados entre los meses del año.



En todos los bares había un calendario sugerente y un letrero donde se recordaba al cliente que bebiera con moderación y que pagara religiosamente. “Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”, decía uno de aquellos carteles. 


De todo lo que formaba el decorado de los bares a mí me llamaba mucho la atención las estanterías y las repisas donde se iban acumulando los objetos que el tiempo iba inutilizando bajo una capa de polvo. A los adolescentes nos hacían mucha gracia aquellos muñecos que aparecieron en los años setenta mostrando una virilidad de caballo. Se hizo muy célebre la figura de un fraile al que se le levantaba la parte delantera del hábito como un resorte con solo tocarle la cabeza.


El bar era un templo de absoluta tolerancia donde los jóvenes de aquel tiempo nos sentíamos más hombres y más libres apoyados sobre la barra con una caña en la mano y una tapa de verdad.


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