Monigotes en la piel y en las pantallas. Monigotes en las paredes y en las conciencias. Monigotes convertidos en héroes adorados o en malvados que despiertan, incluso la mayor admiración.
Monigotes que vuelan sin alas y que reparten mandobles con espadas de risa. Monigotes que despiden rayos nacidos de las yemas de los dedos. Monigotes de ojos rasgados, de sonrisa congelada, de cabeza descomunal tocada por un ridículo bonete.
Monigotes sin alma que fingen tenerla. Monigotes de gestos predecibles, de bocas desproporcionadas y ojos de ira ridícula. Monigotes nacidos de la imaginación pero dispuestos a acabar con ella. Monigotes sin tasa. Incontables monigotes multiplicados hasta desbordarse como un diluvio universal de papel y píxeles.
Los monigotes se han instalado en la epidermis después de adueñarse de las neuronas. Han tomado por sorpresa el imaginario colectivo descabalgando a los héroes de todos los siglos y condenándolos a morder el polvo del olvido. Peor aún, empujándolos a refugiarse en las urnas de cristal del museo de cera.
Son estos monigotes amados sin esperar nada a cambio, emulados en sus ridículos atuendos para dejar patente la admiración que despiertan. Monigotes tatuados en la cultura para ocupar el de los personajes legendarios que concibieron los poetas anónimos en la noche de los tiempos: aquellos esforzados protagonistas de las leyendas que creíamos inmortales y que agonizan aplastados por el peso incalculable de miles de monigotes.
Los monigotes han tomado las pieles de sus incondicionales y las conciencias de sus admiradores y se han adueñado de la memoria y de los argumentos. Los bisontes de Altamira se estremecen mirando de perfil la invasión de monigotes que medran por reducir la Razón a un fogonazo en la edad de lo humano. Apenas un resplandor que acaba perdiéndose entre las sombras grotescas de miles de monigotes disfrazados de mesías y de fraudulentos predicadores que confunden la sabiduría con la superstición.
Son miles de monigotes empeñados en protagonizar los sueños y las pesadillas para decretar la dictadura en los cerebros de sus seguidores, la enésima tiranía que le espera al género humano.
Cualquier día los espejos devolverán imágenes de monigotes en vez de la verdad desnuda de quien se mira en ellos, esperando reconocerse. En vez de contemplar la propia identidad, los espejos ofrecerán las muecas y los rasgos caricaturescos de cualquier monigote elegido por un algoritmo. Espejos mágicos conectados a la nube para que los amantes de los monigotes vean colmados sus sueños.
Narciso se enamoró de si mismo y le costó la vida. Los amantes de los monigotes se han enamorado de esos ridículos personajes y, al final, les costará el sentido común. Habrá triunfado, entonces, la rebelión de los monigotes.
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