Por más que lo intento, no consigo recordar si el trabajo sobre la influencia que tuvo la participación de George Orwell en la Guerra Civil española para la gestación de su icónico libro 1984, me lo encargó la doctora Carini, el profesor García Lara o algún otro. Lo que sí tengo claro, es que aquella investigación tuvo un impacto notable en mí.
Venía de entregar otro papel sobre la Revolución Inglesa a un profesor especializado en historia militar quien, cuando nos entrevistamos en Almería para presentarle el resultado, estaba más interesado en hablar de los cambios que el ministro Serra quería introducir en el estamento militar, que de mis conclusiones sobre la Gloriosa de 1688. Es decir, que para la época en la cual me embarqué en el estudio de Orwell, en los cuerpos de guardia de Vizcaya, donde tras el secuestro y asesinato del capitán Martín Barrios siempre había desplazado un retén de la Policía Militar, todo el mundo estaba ya acostumbrado a la presencia de un majara que, rodeado de libros, dedicaba las horas de descanso entre servicios a no se sabía muy bien el qué.
Con la ayuda de otro despistado que también había aterrizado allí por equivocación como era Borja Folch, me sumergí en la terrorífica experiencia de Orwell en la Barcelona de 1937, en la que nacieron conceptos como el Gran Hermano y el resto de su visión sobre un mundo que caminaba hacia las formas más descarnadas del totalitarismo. Sin duda alguna, el entorno no podía ser más propicio. El sonido de las reiteradas alarmas, la visión de las balas trazando en la noche o la sensación de sospecha continua, eran el marco ideal para evocar el mundo ideado por Eric Arthur Blair. De hecho, siempre he pensado que la guía que me ha conducido el resto de mi vida, ha sido conjurar los demonios del mundo que anticipaba Orwell.
Sin embargo, creo llegado el momento de reconocer que en España, la distopía que desarrolló el autor británico, al menos en este momento, parece conjurada. Pero no porque hayamos conseguido llegar al estado de desarrollo que todos anhelamos, sino por el hecho de que la distopía que ha triunfado en nuestro país no ha sido la orwelliana, sino la que describió Kafka.
Burocracia
Lo cierto es que no sabría muy bien explicar cómo hemos llegado hasta aquí, pero de la noche a la mañana, los españoles nos hemos visto envueltos en una burocracia tanto en la esfera pública como en la privada que, tal y como reflejaba el genial escritor en su obra, nos ha introducido en una realidad incomprensible, basada en reglas desconocidas, paradójicas o inescrutables. Cualquier trámite relacionado con la administración, con los servicios o de cualquier tipo, que antes era relativamente fácil de cumplir, desde hace unos años se ha convertido en una tortura farragosa, en la mayoría de los casos casi una misión imposible.
Ahora con la excusa de la tecnología, la sufrida ciudadanía se encuentra con que nadie le atiende ante un problema de cualquier tipo, sino que debe dirigirse a una pantalla que la mayoría de las veces no entiende ni quien la diseñó. En otros casos, hay que solicitar cita previa para que te den cita previa para hablar con alguien quien finalmente te dice que allí no saben nada, porque el tema lo llevan desde otro departamento situado siempre en un lugar lejano. En resumidas cuentas, la ciudadanía española contemporánea parece condenada a enfrentarse en espantosa soledad a un entorno amorfo y sin rostro, en la mejor tradición kafkiana. Y si lectores dudan de mis palabras, les propongo un reto: pregúntenle a tres personas de su entorno los nombres de dos representantes por el distrito electoral de Almería, para después decidir si nuestro aparato administrativo esta volcado en servir de puente entre las preocupaciones de la ciudadanía y los órganos de decisión.
Para ser sinceros hay que reconocer que, al día de hoy, todavía nos queda una parcela de gestión con algún rostro humano, que no es otra que la política municipal. Al menos en las poblaciones pequeñas y medias, conocemos a los alcaldes, concejales y, en cierta medida, todavía nos abren la puerta en las casas consistoriales. Cierto es que, al menos en lo que concierne a la capital de nuestra provincia, en estas largas décadas de ayuntamientos democráticos, no hemos disfrutado del privilegio que han tenido otras ciudades españolas de contar con lideres que hayan transformado a largo plazo su ciudad, como los consabidos casos de Córdoba, Málaga, Vigo, Bilbao o tantos otros.
Aprobado raspado
Aquí nos hemos tenido que conformar con una gestión que se ha movido siempre en el aprobado raspado, con algunos indudables avances que han alternado con una política urbanística y de movilidad que hace que, cuando un viajero llega un viernes a las 14:30 en el tren de Madrid, la impresión que recibe del tráfico en la zona neurálgica de la ciudad sea más propia de Karachi que de una pequeña urbe mediterránea. Si a ello unimos el hito de haber conseguido que, mientras el centro de la ciudad se muere a marchas forzadas, los barrios denuncien abandono, me parece que hay motivos para pensar que la gestión es mejorable.
Pero, a pesar de todo, podemos ser optimistas. Por primera vez desde que Abderraman III decidió que la atalaya de Pechina fuera una ciudad, han sido dos mujeres las candidatas con más posibilidades de regir los destinos de la capital. Y los almerienses han decidido que una de ellas lidere la ciudad. Ese solo hecho, ya supone una esperanza de que nos movemos en la buena dirección.
Ahora solo falta que, en la medida de lo posible, nuestras regidoras no olviden que, en una democracia, el cargo más importante es el de ciudadano por lo que es a ellos a quienes hay que escuchar.
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