La calle del Puga en los años 80

Tres bares convivían en la calle Jovellanos: Casa Puga, el Paso y la Urcitana

Leo el del Puga con un grupo de clientes en la calle Jovellanos. Se pueden ver los carteles de el bar el Paso y arriba, el de la bodega la Urcitana.
Leo el del Puga con un grupo de clientes en la calle Jovellanos. Se pueden ver los carteles de el bar el Paso y arriba, el de la bodega la Urcitana.
Eduardo de Vicente
19:55 • 27 jun. 2023

Allá por los años ochenta la calle Jovellanos conservaba aún ese aspecto de medio abandono que era característico de las calles del casco histórico, con la fachada de la iglesia y del convento de las Claras pidiendo a gritos una limpieza a fondo, con las aceras desgastadas por la erosión del tiempo y con el pavimento de adoquines desfigurado. 



Entonces las arcas municipales no manejaban el dinero del que disponen ahora y no existían las ayudas europeas para adecentar la historia, por lo que la ciudad parecía mucho más pobre, como abandonada a su suerte, asumiendo su retraso de rincón apartado del mundo donde el fenómeno turístico solo aparecía en verano y de manera esporádica.



La calle Jovellanos no era entonces una pasarela de bares como es ahora y ofrecía más diversidad comercial, con negocios de enorme raigambre que habían ido forjando la historia del barrio. 



El único establecimiento antiguo que todavía permanece en pie en la calle es Casa Puga, que ha sabido ir adaptándose a cada época hasta convertirse en uno de los puntos de referencia del turismo que nos visita, de ese turismo que trae escrito en su agenda, como monumentos primordiales, el nombre de la Alcazaba, el de la Catedral y el de Casa Puga



La diferencia fundamental, entre el templo de Puga de hace cuarenta años y el actual es la clientela. Antes era un bar con una parroquia fiel de ‘misa’ diaria. Cualquiera sabía que grupo de amigos ocupaba el rincón de la ventana  de lunes a viernes a las dos de la tarde, o los que echaban raíces en el trozo de barra que había debajo del televisor. A los clientes del bar Puga los dueños los conocían por sus nombres y apellidos, como si formaran parte de una gran familia. Hoy, aunque sigue disfrutando de un público fiel, el Puga se nutre de ese aluvión de forasteros que busca su barra como si fuera el Coliseo de Roma, hace colas en la puerta antes de que abran y se echa fotos con el decorado.



En los años ochenta, en la misma acera de Casa Puga sobrevivía el bar El Paso, de José Romero Montes. En aquellos años era una de las cafeterías mañaneras de más éxito, gracias a los churros que antes del amanecer empezaba a preparar Antonio el churrero para una clientela que en su mayoría eran trabajadores de la calle de las Tiendas y empleados del ayuntamiento. El humo de los churros y el olor al aceite frito y a la masa le dieron vida durante más de una década a toda la manzana. El tercer bar de la calle Jovellanos era una bodega con tintes clásicos, llamada la Urcitana, que en voz baja ocupaba la esquina con la calle de Marín sin llamar demasiado la atención. 



Bajando la calle, en esa misma acera en frente del convento, aparecía la tienda de repuestos de la marca Derbi que era propiedad de Bazar Almería, y donde hoy reina el bar la Chumbera, hace cuarenta años estaba la tienda de Casa Martín, el rey de las ollas y de las cacerolas.



En aquellos años ochenta, el Blanco y Negro mantenía toda su fortaleza y en su ramo seguía siendo una de las tiendas más poderosas de Almería. Su esquina se convertía en un río de vida cuando llegaba la época de las rebajas. Fue en las postrimerías de esa década cuando el Blanco y Negro, junto a los principales comercios de la ciudad, se unieron bajo el eslogan “somos los del centro”, en un intento de siendo fuertes ante el nuevo panorama que se avecinaba con la llegada de las grandes superficies comerciales.


En esa lista de negocios de solera que entonces existían en la calle Jovellanos, destacaba la sastrería del maestro Sebastián Serrano, por cuyas manos pasaron casi todos los adolescentes del barrio el día que se embarcaron en su primer traje de chaqueta.


Unos metros más abajo del sastre aparecía la droguería de Toro. A mí me gustaba entrar en aquel comercio cargado con la esencia de los años y disfrutar de sus estanterías de madera donde lo mismo te encontrabas con una brocha, con un bote de aguarrás, con una lata de esmalte que con un juego de acuarelas que tanto nos atraían a los niños a la hora de pintar. Había lienzos, caballetes y un profundo olor a pintura que invitaba a pasar. 


Todavía, en aquellos años, uno de los productos más demandados de la droguería era el popular Zotal, que se utilizaba como desinfectante. No solo se recomendaba para acabar con los chinches, las pulgas y los piojos, donde había demostrado una gran efectividad, sino que también se vendía como terapia para curar enfermedades de la piel como la sarna, el herpes  y las úlceras malignas. El Zotal se usaba con los perros, con las plantas y estaba recomendado para las personas con la piel lastimada


La calle Jovellanos de los años ochenta era aún la calle del tranco, el del convento de las Claras, donde los dependientes de los comercios de la zona se reunían antes de abrir las tiendas para compartir el tabaco y un rato de conversación.


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