Cada vez que se inauguraba la temporada de baños, carros y diligencias retomaban sus salidas diarias desde Almería hacia los balnearios de Alhama y Pechina, cargados de nativos y también de forasteros que habían llegado en tren. Iban esos enfermos, algunos con muletas, entre el traquetear de las mulas por el camino polvoriento, con la ilusión intacta, como si acudieran a un curandero en demanda de un milagro, como desesperados por hallar remedio portentoso contra una afección de la piel o de los huesos, contra achaques martiriales para los que no hallaban alivio con la medicina convencional.
Era ese tiempo en el que los baños de San Nicolás en Alhama la Seca estaban a pleno rendimiento, con fondas y albergues repletos de enfermos que buscaban como zahoríes el agua medicinal, que brotaba como por ensalmo de una mina en medio de una aridez fantasmal.
Los abuelos del Levante y del Almanzora que tenían fe en esos remedios salutíferos de las aguas termales enfilaban hacia el balneario de Archena o a tomar las aguas a Fortuna, en la vecina provincia de Murcia; los del Campo de Dalías y la zona de Berja apuntaban a Lanjarón, donde desde siempre hubo una pequeña industria consagrada a sus celebradas aguas curativas.
Al principio solo podían disfrutar de estas instalaciones sanitarias por puro deleite las élites económicas y la pequeña burguesía, como en aquellos episodios en los Alpes suizos relatados por Thomas Mann en La Montaña Mágica. Después se fue democratizando el uso y la costumbre de tomar las aguas también entre los menesterosos, más por necesidades terapéuticas que por puro recreo.
La historia moderna del balneario de Sierra Alhamilla, a tres millas de Pechina, comenzó en 1777, cuando el obispo Claudio Sanz costeó a sus expensas la reconstrucción de los baños sobre las ruinas árabes y romanas del edificio actual y pasó a ser gestionado como Obra Pía. Disponía ya entonces de hospedería y habitaciones para el bañero y el capellán. Uno de sus directores más carismáticos, en esas lejanas fechas, fue el médico director Francisco Campello. El balneario fue desamortizado por Carlos IV y a mediados del siglo XIX, el obispado, el Ayuntamiento de Pechina y la Diputación establecieron un pleito por su propiedad. Fue subastado en 1876 y pasó a manos de varias compañías mineras, junto a una planta embotelladora de agua mineral, hasta que fue cerrado en 1946 por amenaza de ruina.
Hasta que en 1991 se reabrió, tras una reforma integral, gracias al impulso personal del empresario ya fallecido Isidro Pérez. El otro balneario con pedigrí de la provincia fue el de Alhama la seca, con aguas bicarbonatadas que brotaban y siguen brotando a los pies de un peñasco del Monte Milano a 46 grados de temperatura; aguas excepcionales desde la noche de los tiempos por sus propiedades cuarativas. La gente cuando no podía aguantas más por los dolores del reuma o de la gota alquilaba un coche y se sumergía en alguna de sus pozas a esperar un alivio que casi siempre llegaba. Desde esos primeros tiempos, hubo siempre al lado del baño alhameño una fonda para los viajeros a cinco pesetas la habitación. Desde siempre se conocieron las bondades medicinales de esas aguas del Andarax, hasta que el terremoto de 1522 hizo que el nacimiento termal de la Fuente Vieja se secara y que no se volviera a recuperar hasta un siglo después.
La Hermandad de las Animas retomó el testigo y en 1781 construyó a sus expensas unos baños que costaron 1.139 reales para ser adquiridas después por Manuel Romera. En 1848, a través de un pozo que horadó un vecino conocido como El Sillero a una profundidad de once varas en el corral de su casa, se consiguió que el agua del manantial fluyera hasta el mismo barranquillo de la Plaza Nueva del pueblo.
El balneario alhameño se fundó como tal con la Sociedad de Baños de San Nicolás con un capital social de 25.000 pesetas. Los hermanos Nicolás y Francisco Salmerón eran accionistas junto a otros 160 vecinos de la localidad y su primer presidente fue Nicolás Iborra. Tenía salón de reuniones con piano, baile, audiciones musicales y conferencias, duchas lumbares y vaginales y una balsa independiente para los enfermos pobres de solemnidad. Sus primeros directores fueron Ildefonso Otón y Porreño, Santiago García, Gil Ramón, Benito Minagorre y Juan Compani, médico que fue represaliado tras la Guerra Civil. El balneario alhameño languideció tras la Guerra Civil y fue reconvertido por Falange en una Escuela de Mandos. José Artés de Arcos, intrépido empresario e hijo del pueblo, que recordaba cómo se curó de unas dolencias siendo joven con esas aguas medicinales, adquirió en 1971 los derechos de explotación de las aguas termales, rehabilitó el edificio y proyectó un nuevo hotel y una planta embotelladora de agua mineral.
En 1982 el balneario fue arrendado a la sociedad Alhameña de Hostelería y en 1986 fue adquirido por su actual propietario, José Morcillo.
Cuevas del Almanzora, la ciudad de la plata, disfrutó también de unos frugales baños termales conocidos como Los Cocones. Se diseñaron unas pozas con ese agua carbonatada y se consiguió aumentar el caudal. Se habilitaron varias viviendas elementales bajo una marquesina y se dispuso un servicio de carruajes, hasta los años veinte del siglo pasado que clausuró sus puertas.
Lucainena tuvo también una balsa de acumulación llamada Baños de la Marrana, cuya mina con agua terapéutica fue descubierta en 1830- al comprobar cómo tras retozar en el barro había sanado una cerda- y dio lugar a la proliferación de varios cortijos en su entorno. Fue director Gaspar Molina y había dos balsas con baños de lodo y arcilla, una para hombres y otra para mujeres, y en 1846 se amplió con un local de baños de cuatro habitaciones, dormitorios, cocina y corral. El manantial original era de poco caudal y se abandonó pronto. Al pie del Cerro Alfaro, en Rioja, hubo unos baños medicinales promovidos por el empresario Segundo Peón a finales del siglo XIX hasta principios del XX. Fueron sus directores Francisco Trujillo y Bernabé Morcillo. De él solo quedan hoy las ruinas. En Guardias Viejas, en la costa de lo que hoy es El Ejido, hubo (y hay) también aguas termales con origen romano con una temperatura de 37 grados. Y en el Andarax proliferaron numerosos manantiales medicinales en Alboloduy, Alicún y Bentarique. En el Almanzora, el más renombrado, que aún se disfruta, es la Balsa de Cela, entre Tíjola y Lúcar.
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