Una de los mayores choques emocionales que he tenido a lo largo de mi ya larga vida, se produjo cuando, en el salón del pequeño ático familiar de la ovetense calle de Llano Ponte, mi padre me espetó sin anestesia que ese mismo verano regresaríamos a Almería.
Si en algún momento he querido que me tragara la tierra, sin duda alguna aquel fue uno de ellos. Lo cierto es que en aquellos tiempos, yo no sentía ningún apego por la tierra de mis antepasados. Es más, el sudeste peninsular era el último lugar donde imaginaba que se desarrollaría mi vida futura.
El desapego había comenzado mucho antes, a raíz del trauma que supuso la muerte de Javier Verdejo, en mi opinión un asesinato a sangre fría que fue convenientemente tapado, o la sensación que había experimentado durante toda la adolescencia de vivir en una suerte de Vetusta del Sur, en la que el tiempo se había detenido ajeno a la evolución de España y de Europa, sin olvidar el poderoso efecto que tuvo sobre muchos jóvenes de entonces el tenebroso episodio que conocemos como Caso Almería.
De hecho, aunque procuraba pasar mis vacaciones lo más lejos posible, cuando finalmente la familia insistía y terminaba por permanecer una temporada por aquí, cada día que pasaba en estos lares se reforzaba la impresión de estar en un territorio anclado en el pasado, donde había un único discurso “oficial” que nadie osaba discutir y en el que los presuntos mafiosos locales se paseaban impunemente por sus negocios sin que sorprendentemente ninguna institución les molestara. En palabras de un periodista de El País desplazado para cubrir un episodio concreto, este era un rincón de España donde: “la ley no se vendía, se regalaba”. O, como lo definió en el primer contacto telefónico que mantuvieron los medios de comunicación nacionales y locales en su auto exilio francés a raíz de su selección para el premio Goncourt con uno de los más notables escritores que ha producido esta tierra, el tantas veces olvidado Gómez Arcos, “ un lugar al que todavía no había llegado la democracia plena”.
Pero en aquellos tiempos los hijos tenían que echar una mano a sus padres en momentos de dificultad. Y dado que los míos me necesitaban para emprender una nueva aventura empresarial, negocié pasar unos años de exilio echando una mano, hasta que el proyecto estuviera en marcha y yo pudiera ser de nuevo libre para volar lejos de las costas del Mar de Alborán.
Sin embargo, ya se sabe que cuando se espera lo inevitable ocurre lo inesperado. Y durante aquel periodo transitorio, viví de cerca dos fenómenos que cambiaron radicalmente mi percepción. El primero fue la revolución que protagonizaron los agricultores almerienses, haciendo de fuerza tractora que desde entonces ha impulsado con energía a Almería hacia adelante. Considero un privilegio haber vivido relativamente cerca el fenómeno por el que, tras la punta de lanza de nuestros agro-alimentarios, entraron en tromba el resto de sectores, incluido el financiero, disparando un círculo virtuoso que desbordó la rígida estructura socio-económica del momento, propiciando el “milagro” que hoy en día se estudia en las Escuelas de Negocio bajo el título de “modelo Almería”.
El segundo fue entrar en contacto con una serie de personas relacionadas con el mundo de la cultura, el medio ambiente y el patrimonio histórico que se movían por la provincia. La mayoría eran recién llegados, pero conectaron bien con el poso de inquietud intelectual local que ya venía de mucho antes representada por pioneros como Artero, AFAL, los rescoldos indalianos y muchas otras personas y proyectos que sería prolijo detallar. Solo añadiré que me llamó la atención poderosamente que, en esta esquina perdida del globo, las reivindicaciones relacionadas con el patrimonio natural tuvieran el inmenso acierto de inspirarse en el acerbo cultural mediterráneo, en lugar de en la tradición cuáquera canadiense o norteamericana que estaba entonces de moda.
Con ese trasfondo, de algún modo se creó una especie de acuerdo social tácito para sacar iniciativas para adelante. Algunos osados periodistas, activistas, profesionales, académicos, profesores de secundaria y políticos de diversas administraciones e incluso de tendencias distintas, colaboraron de forma formal o informal para impulsar proyectos y experiencias que han dado forma a la Almería que hoy en día conocemos. Espacios que ahora son nuestra seña de identidad, o iniciativas culturales pioneras que pusieron a nuestra tierra en el primer plano de la cultura española, se gestaron en aquellos años y con el trasfondo de aquel espíritu de colaboración que consiguió superar dificultades que parecían insalvables.
Desde que el pasado 1 de junio, en el tren que me llevaba a Madrid para el homenaje que se hizo allí a José Guirao, leía el texto del discurso que Hermelindo Castro tenía previsto dedicar a la etapa almeriense de Pepe, no he podido dejar de evocar el espíritu de aquel tiempo del que ambos, entre otros, fueron protagonistas principales. En ese vagón coincidí con algunos otros participantes y, por unas horas, revivimos el espíritu de cooperación que tantos frutos dio en su momento. También tuve ocasión de conocer que, en ambos casos, sufrieron más por el fuego amigo que por los oponentes manifiestos a sus planteamientos, algo que tengo que confesar que, en su momento, quizás por las posturas maximalistas consustanciales a la juventud, no fui capaz de calibrar en su justa medida.
Coincido con los que piensan que tanto Melo como Pepe se merecen un recuerdo local por su trayectoria almeriense del mismo nivel de los que han recibido por instituciones de Madrid o Sevilla. Sea como fuere, no hay mayor homenaje que el vigor de las iniciativas que ambos, siempre en colaboración con muchos otros, sembraron en esta tierra almeriense en la que vivimos.
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