Algunos domingos, bajo los soportales de la Plaza Vieja, se refugiaban los pintores pobres que aparecían por las calles antiguas buscando paisajes con los que ganarse la vida. Ángel de Rojas se pasaba las horas muertas abstraído en aquellos trazos lentos, cargados de magia, que los artistas iban inventando sobre el lienzo con la esperanza de que apareciera algún comprador. En aquellos primeros años del siglo veinte, Ángel era un niño que no dudaba en abandonar los juegos infantiles durante un rato para quedarse colgado de forma misteriosa en las creaciones que aquellos artistas iban componiendo para ganarse la vida.
En su vocación definitiva hacia la pintura Ángel le debía mucho a aquellos bohemios que llenaron las tardes de su infancia derrochando inspiración y hambre por los rincones más pintorescos de la ciudad. Después, cuando subía a su casa, imitaba a los artistas dibujando sobre un trozo de papel la parte de la fachada del Ayuntamiento que tenía delante de su balcón.
Siendo todavía un niño, dejó la escuela para ingresar en la Academia de Bellas Artes de la calle Real, que en los primeros años del siglo veinte habían fundado don Joaquín Acosta y doña Gracia Luque, un matrimonio de artistas que desarrollaron su actividad académica en aquel centro impartiendo sus enseñanzas a los jóvenes con vocación.
El lugar era un gran caserón de dos plantas y buhardilla a la que se accedía por una monumental escalera de mármol. En el primer piso estaban las aulas. Don Joaquín se encargaba de las clases de Pintura y doña Gracia era la especialista en Música y Declamación. A primera hora de la tarde, cuando el silencio de la siesta se imponía por aquellos callejones, las voces afinadas de los niños retumbaban como un eco acompasado que se colaba por las ventanas y los resquicios de las viviendas cercanas.
Las clases de don Joaquín Acosta eran más calladas. A veces, las daba en la buhardilla para aprovechar mejor la luz natural y una vez en semana sacaba a los alumnos a la calle y se los llevaba por las playas para que encontraran la inspiración frente al mar.
Ángel contaba que casi todo lo que había aprendido se lo debía a la familiar academia del señor Acosta, donde no sólo descubrió las técnicas del oficio, sino que adquirió los modales más refinados de la época gracias a las lecciones de doña Gracia Luque, que también adiestraba en comportamiento a los alumnos del centro.
En esos primeros años se sintió atraído por los fotógrafos de moda de la ciudad, que también tenían mucho de pintores. Cerca de su casa, en la estrecha calle de Perea, tenía su estudio fotográfico el maestro José Ramón Morales Rodríguez, con el que aprendió la técnica del revelad. También conoció al maestro Antonio Mateos Hernández, que tenía uno de los estudios más importantes de la ciudad en la Glorieta de San Pedro. La hermana del fotógrafo, Encarnación Mateos, organizaba en su casa de la calle Sebastián Pérez (hoy Concepción Arenal) sesiones de cinematógrafo donde el joven Ángel de Rojas vio por primera vez una película con imágenes de América que lo dejó impresionado.
Como la pintura no era un oficio adecuado para sobrevivir, Ángel de Rojas acabó haciéndose fotógrafo. En los años veinte era uno de los retratistas ambulantes que se colocaban en los rincones del centro de Almería a buscar negocio.
La Puerta de Purchena y el lugar conocido como el Rinconcillo, frente a la antigua tienda llamada ‘de los Cuadros’, eran lugares de referencia para que se instalaran los minuteros los días festivos y en fechas señaladas como la Feria, donde solían buenos negocios con los visitantes que llegaban de los pueblos y querían inmortalizar aquella aventura con un retrato.
Ángel de Rojas solía trabajar mucho en la Plaza Vieja con un caballo de cartón sobre el que fotografiaba a niños y criadas. Debajo de uno de los soportales, en el número nueve, tuvo su estudio y su laboratorio durante décadas, hasta que en la madurez se mudó frente a la iglesia de Santiago, abriendo un negocio que después siguieron sus herederos.
En sus años dedicados a la fotografía nunca abandonó su vocación de pintor. Fueron muy célebres los monumentales paisajes que pintaba de la ciudad, que él mismo utilizaba después para colocarlos como telón de fondo para sus retratos. Tenía decorados de la Plaza de la Catedral y de La Alcazaba que parecían reales. Todos los años, cuando llegaban los días de la Feria, Ángel de Rojas sorprendía con algún cartel lleno de originalidad que casi siempre terminaba decorando el escaparate de algún comercio importante.
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