A veces la muerte se cruza equivocadamente en el camino de un amigo, un ser querido, como por error, irrespetuosa, y a traición, y es como si se cruzara en nuestras vidas un torbellino y arrasara con todo. Entonces cuando nos comunican la mala noticia creemos que no es verdad, y que lo que oímos es tan impostado como falso. La muerte de José Andújar no es, y no será ya para quienes lo conocimos, una muerte verdadera. No lo será hasta mucho más tarde, pasados los años, cuando por cualquier motivo sintamos su ausencia y eso nos lastime, cuando un pensamiento nos haga caer en la cuenta de lo irremediable que ha sido ese último viaje suyo, y el dolor nos alerte de la fragilidad de nuestro pequeño mundo. José Andújar conjugaba los verbos, el pensamiento de los clásicos y el de los contemporáneos con la cultura popular con esa naturalidad de joven ilustrado y moderno, sin prejuicios de ningún tipo, ni en la forma ni en el fondo. José seguía sintiéndose un joven estudiante, vestía como tal, empatizaba con sus alumnos, y entendía cómo eran ellos. Su muerte no es una muerte verosímil, no cabe en pensamiento lógico, ni en entendimiento alguno.
Él era un apasionado de la literatura, un lector inteligente, un crítico aventajado. Un ser, y los que lo conocieron lo saben, tocado por el ángel de la palabra. Vital y cercano, con ese desenfado ante la vida de alguien que lo tiene claro. Y es que a pesar de su amor por la poesía, no fue nunca un elegiaco, más bien lo contrario: jovial, y juicioso, con la mesura alegre de los estudiosos que además de la biblioteca se prodigan en las cosas de la vida. Una mezcla inusual que se fraguaba gracias al humor y la inteligencia y que lo alejaban de esos amantes de la literatura siempre ensimismados, y apesadumbrados. Una conversación con José era un acto, una suerte de apoteosis creativa. Un saber, el suyo, que guardaba para los demás, y entregaba con generosidad, sin ánimo de epatar, ni sombra de soberbia.
Profesor de instituto
Como profesor de Instituto, primero en Carboneras y desde hace más de veinte años en IES Alborán, formó a muchos alumnos que lo admiraron, y lo respetaron. Creo que después de Celia Viñas no hay en la historia de Almería nadie que haya contagiado a sus alumnos el amor por las letras como lo hizo él. Su magisterio es de aquellos que confían en la vocación y saben de la importancia de la enseñanza en la formación de las personas, en esa etapa de iniciación y descubrimiento siempre difícil. Las muestras de cariño, y aprecio de sus colegas de la docencia, en lo personal y lo profesional, hacia su persona, nunca me sorprendieron porque se acercaba a todos con la sencillez de un compañero más. Mucho carisma.
Lo conocí, en 1998, con motivo de la presentación que hizo, en el salón de plenos de la Diputación, de la obra poética de Luis García Montero, su antiguo profesor en Granada, e íntimo amigo. Muy brillante para ser tan joven, me dije al escucharle reflexionar sobre esos asuntos de la lírica que él por su capacidad convertía en atractivos ensayos. A los pocos meses nos embarcamos juntos en una aventura, con José Luis López Bretones, el Aula de Poesía, una corta e intensa travesía que duró 11 años, algo inaudito en el panorama cultural de nuestra ciudad. Fueron años de ilusiones compartidas, de aprendizaje a su lado. Con él descubrí, y aprendí mucho, de esto y de aquello. Jamás pensé que algún día escribiría estas líneas, pero la vida nos da y nos quita a su antojo. Tan bella y tan canalla. Allí donde estés, los que te acompañan son unos afortunados.
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