En Almería todos nos conocíamos

El eslogan ‘En Almería nunca serás un extraño’ venía a decir que aquí todos nos conocíamos

Eduardo de Vicente
00:05 • 19 sept. 2023

Aquel eslogan de que nadie era un extraño en Almería era verdad. Nos volcábamos con la gente que venía de fuera y si algún forastero nos paraba en el Paseo para preguntarnos donde estaba la Catedral, de pronto nos convertíamos en cicerones y lo llevábamos hasta la misma puerta del templo para que no se perdiera.
Cuando los niños de mi barrio nos enterábamos de que llegaba un barco extranjero, nos presentábamos en el puerto para recibir con los brazos y con los bolsillos abiertos a los marineros y los llevábamos por los rincones de mayor interés, que  entonces eran las tabernas del centro y el barrio de las mujeres de la vida.




Cuando en agosto de 1972 vinieron las majorettes de Francia, volvimos a sacar nuestro innato sentido de la hospitalidad y para que aquellas muchachas no se sintieran solas, tan lejos de su patria, hacíamos guardia de noche delante de las ventanas del colegio donde paraban. Cuando las subían en al autocar para llevarlas a darse un baño a la playa de Aguadulce, allí íbamos nosotros detrás, seis metidos en un seíllas, para que no se sintieran extrañas delante de la inmensidad del océano.




En Almería nadie se sentía un extraño porque habitábamos una ciudad que no había perdido su condición de pueblo grande y todo el mundo se conocía. Todavía no habíamos sufrido aquello que llamaban el fracaso de la gran ciudad, la ciudad anónima tomada por las multitudes, la soledad del hombre que caminaba entre la gente sin conocer a nadie. Aquí no pasaba eso. En Almería si te metías un domingo en la multitud del Paseo no andabas veinte metros sin pararte a hablar con alguien. Se podría decir, incluso, que lo de pasear era secundario, que a lo que salíamos, en verdad, era a encontrarnos con la gente.




No es una exageración la frase de que en Almería nos conocíamos todos. Si por la mañana te metías en la biblioteca Villaespesa a pasar el rato, todos nos conocíamos aunque fuera de vista: lo que iban a leer el periódico gratis, los niños que devorábamos los tebeos y los estudiantes que entre tanto libro se engañaban a ellos mismos creyendo que iban a estudiar de verdad.




Cuando íbamos al fútbol, primero al estadio de la Falange y después al Franco Navarro, nos conocíamos tanto entre los aficionados que la tarde en la que fallaba alguno lo echábamos de menos.




Si pasabas por la puerta del Café Colón a las cinco de la tarde te sabías de memoria quién había en cada mesa y cuando un cliente fallecía media Almería se enteraba del suceso antes de que apareciera la esquela en el periódico.




Había una vida que se compartía porque la gente se contaba sus historias a diario. Se vivía de puertas a fuera de las casas como si formáramos parte de una misma tribu. La tienda de mi padre, que cada mañana se llenaba de mujeres, parecía la redacción de un periódico funcionando a toda máquina. Allí llegaban las clientas no solo a comprar, sino también a desahogar sus penas, a compartir sus alegrías y a enterarse de cómo se había levantado el barrio ese día. Mi padre tenía a lo largo de la tienda una serie de sillas distribuidas por puntos estratégicos para que sus parroquianas se sentaran y pudieran hablar cómodamente. Una parte importante del éxito del negocio estaba en la calidad de la fruta y la verdura que se traía a diario de la alhóndiga, pero otra, y muy importante, radicaba en esa condición de vientre materno, de lugar de encuentro, que tuvo siempre la tienda, donde todo el mundo se conocía.




Cualquier cosa que ocurriera en tu calle era como si pasara en tu propia casa.
Cuando moría un vecino el luto era colectivo y en mi casa ese día había que bajar el volumen de la televisión y los niños, en la calle, estábamos obligados a jugar sin hacer ruido.


Conocíamos al zapatero del barrio como si fuera de nuestra familia, sabíamos la vida del farmacéutico, las penas de la mujer de luto que pasaba todos los días con las cestas de mimbre cargadas de pescado. Sabíamos el nombre y los apellidos del cartero que no solo nos traía la correspondencia, sino que compartía los mantecados y la copa de anís que se sacaban en Navidad y el vaso de agua fresca de las mañanas de verano. El lechero que venía en la moto cargado te contaba su vida mientras las madres le imploraban que por favor no le echara tanta agua a la leche que era para un enfermo.


En aquella lejana Almería donde todos nos conocíamos, no era un extraño ni aquel pobre que venía de la periferia todos los sábados a recoger la ropa que se iba quedando vieja en las casas y a por el pan duro que se iba almacenando en las talegas.


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