Esas mañanas, las de sus entrañables festivales, en las calles de Vera se respiraba un aire distinto aguardando las risas que llegarían por derecho por la noche en el Teatro Cervantes; eran esos días veratenses de septiembre que se deslizaban perezosos entre el ir y venir de madres e hijos por la calle de Las Tiendas, entre el gentío en el bar de Gonzalo, entre la cola a la puerta del estanco de Gallardo para sacar un boleto al reino de la felicidad; eran esos momentos de ajetreo de las amas de casa intentando tenerlo todo listo antes de que llegara el momento mágico de calzarse unos zapatos de tacón, colgarse sus mejores pendientes y ocupar con su marido una butaca del coliseo veratense para disfrutar con personajes extravagantes que protagonizaban situaciones cómicas con sus bigotes postizos, con sus moños orientales, con sus lentes como de otro tiempo, olvidándose que eran los mismos vecinos con los que se habían cruzado de paisano por la calle del Mar unas horas antes; era el tiempo de mondarse de risa con esas ocurrencias sacadas del libreto, ensayadas con paciencia de enamorado, aunque parecieran espontáneas; era el tiempo para olvidar los problemas de dinero, de salud, de peleas filiales, viendo cómo deambulaban por el escenario esos señoritos con reloj de bolsillo, esas señoronas de Chamberí, esas criadas ungidas del talento de Arniches o Mihura, esos galanes estereotipados por los Alvarez Quintero, esos infantes bobalicones de babero que hablaban por la pluma de Alejandro Casona o ese Tenorio que moría de amor junto a una orilla imaginada por Zorrilla.
“Arte, belleza y alegría, todos al teatro”, rezaban los carteles colocados en la Plaza Mayor y en la puerta del Casino. Los festivales de Arte de Vera, eran- y son 55 años después- la antesala cultural de la feria de San Cleofás, algo que desde entonces llevan muy adentro los veratenses, porque en cada familia hay un actor aficionado que ha participado alguna vez en este más de medio siglo en alguna obra, en algún sainete, en algún Fin de Fiesta que era como la guinda del pastel de Talía.
La tradición teatral veratense arranca en la noche de los tiempos del Teatro Cervantes, a partir de los años 70 del siglo XIX, una reliquia desaparecida, avanzados los 80, por la desidia, junto a la calle del Mar, que fue promovido por Francisco Cervantes Cano y que luego se transformó en cine. Allí, en ese escenario se representaron obras entrañables como El Genio alegre y fueron aclamados directores como Manuel Arroyo y actrices como Adelaida Sabatini y compañías como la de Pastrana y autores como Muñoz Seca. Y también debutaron artistas locales como José Caparrós, Nicanor de Haro, Anita Carmona o Ramona Céspedes o José Clemente o Juan Sal de la Higuera, ovacionados desde las plateas y el gallinero con decorados de Simón Avila.
Los festivales fueron mudando de piel como los reptiles, cambiando de bambalinas, pasando por colegios, por el pabellón municipal, por el Cine Regio y ahora el Auditorio, una vez que el Cervantes fue derrumbado. Y siempre se mantuvo en ese pueblo del Espíritu Santo esa llama del gusto por el teatro, por la comedia burguesa, por obras prendidas en la memoria de generaciones enteras como La Tía de Carlos o La Ciudad no es para mí o La venganza de la Petra o Las cosas de papá y mamá.
Supo siempre hacer Vera ese mestizaje entre las grandes compañías artísticas de profesionales que llegaban de los madriles y los grupos locales de aficionados que ensayaban y representaban de forma altruista para recaudar fondos para hermandades como la de San Juan, la de las Angustias, la del Nazareno o para asociaciones como Asprodalba. A lo largo de su historia, el veneno del teatro ha inoculado la sangre de grupos de jóvenes como el de Talía, Lisistrata o del Club de Mayores o hasta el Club Deportivo Vera o la Comisión de Festejos del Ayuntamiento, que también llegó a tener grupo teatral propio. Gente sencilla del pueblo de Vera que echaba tardes enteras ensayando, entre candilejas, y que luego salían a las tablas como si fueran profesionales; gente como Concha Fernández, Antonio Gallardo, Antonio Casas, Catalina Alonso, Diego Núñez, Paquita García Carretero, Juanjo Guisado, Elisa Caparrós, Marcelo Martín, Juan Garrido, Ezequiel Navarrete, Alfonso Torrado, Antonio Caballero, Margarita Gerez, María Martínez Castro, Juan Francisco Soler, entre una larga nómina que serían imposible reproducir, y apuntadores como Antonio García Rosa o Francisco Caparrós y traspuntes como Paquita Simón.
Los Festivales de España, esa ruleta de la cultura popular del tardofranquismo, llegaron a Vera en 1969 por iniciativa del Ayuntamiento presidido por Manuel García del Aguila, coincidiendo con el IV Centenario del cerco a la ciudad de Abén Humeya. La Comisión de Festejos buscó el apoyo de notario de la ciudad, José Lucas, quien tenía amistad con Carlos Robles Piquer, a la sazón director general de Cultura Popular. Y a partir de entonces llegaron a Vera grandes compañías líricas que montaban los escenarios en los patios de los colegios, hasta que desde 1975 cambió el nombre por el de Festivales de Arte pero no el espíritu.
Si hay tres figuras claves en la historia del teatro veratense son Manuel Ruiz, vinculado a la Hermandad de San Juan como director y actor cómico; Antonio Morata, de formación autodidacta, experto en decorados, director de comedias; y Fernando Guisado Janeiro, sobrino de tramoyista, director y culpable de hacer germinar la semilla del teatro entre los más jóvenes. Ellos son quizá el emblema de toda esa legión de cómicos amateurs veratenses de un viaje a ninguna parte, los paladines de un arte tan simple y complejo como es el de hacer reír a la gente de su pueblo, sin trampa ni cartón y sin cobrar un duro.
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