De vez en cuando aparecía por Almería la caravana del circo para sacarnos de la monotonía de aquellos inviernos donde nunca pasaba nada y donde el gran acontecimiento social seguían siendo los paseos de los domingos.
El circo era un espectáculo de la Feria que a veces venía fuera de temporada, no se sabe muy bien si para hacer negocio o para pasar el rato, ya que salvo las sesiones del domingo, nunca se llenaba y había tardes en las que la presencia de espectadores era tan escasa que los payasos solo les faltaba saltar a la grada para saludar a los asistentes uno a uno.
A mí me quedó un recuerdo triste del circo desde que el otoño de 1973 montaron una carpa en mi barrio, concretamente en el solar que había quedado vacío entre el Parque y la calle Pedro Jover, donde antiguamente estuvo el edificio del Hogar.
Allí, en medio de aquella explanada de tierra, rodeada de los escombros que iban tirando de las obras, instaló su tramoya el Circo Ruso de Ángel Cristo. No era la primera vez que el famoso domador venía por Almería, su debut se remontaba a 1968, cuando llegó como el domador más joven y valiente del mundo al frente del Berlín Zirkus que entonces montaron en el cauce de la Rambla de Belén.
Cuando en 1973 volvió a Almería, Ángel Cristo ya venía como director, ahora con su Circo Ruso del que se decía que había triunfado en la Unión Soviética. A pesar de que la publicidad que lo rodeaba hablaba del mayor espectáculo jamás visto, de más de doscientos artistas y de las fieras más salvajes que uno pudiera imaginar, aquel circo, en aquel solar donde jugábamos los niños al fútbol, me producía una sensación inmensa de soledad y también de ternura, porque durante el día, cuando no había función, veíamos a las mujeres del circo cuidando de sus hijos sentadas en una silla a la intemperie, tendiendo la ropa en cuerdas improvisadas, cosiéndose los vestidos con los que salían a escena, y uno se imaginaba entonces lo dura que tenía que ser aquella vida, siempre de un lugar a otro, sin la comodidad de lo cotidiano.
Visto desde fuera, el Circo Ruso que vino a Almería en noviembre de 1973, no se parecía en nada al mejor espectáculo del mundo que anunciaban los carteles, más bien todo lo contrario, era un circo tirando a pobre que seguramente recorría las plazas de segunda categoría en los inviernos con su equipo suplente.
La presencia del circo en nuestro barrio era un acontecimiento mayúsculo. Es verdad que nos quitaba durante una semana nuestro campo de fútbol, pero nos proporcionaba emociones distintas, de esas que nunca llegan a olvidarse. La ilusión nuestra no era que nuestros padres nos llevaran a la sesión del sábado por la tarde o a la que daban en la mañana del domingo con precios especiales para el público infantil, lo que nos gustaba de verdad era la aventura de colarnos en el circo.
La prueba consistía en burlar las barreras protectoras que la organización montaba alrededor de la carpa principal. Los obstáculos no constituían una maquinaria demasiado sofisticada: vallas cogidas con cuerdas formando una primera cerca y un par de operarios dando vueltas a la circunferencia, para vigilar que nadie intentara entrar sin pagar. El asalto no era demasiado complicado y el éxito pasaba porque mientras un grupo de niños se hacía visible para los vigilantes en una esquina, los demás iniciaban el ataque por la contraria, aprovechando que los guardas tenían trabajo.
Recuerdo aquel jueves por la tarde, cuando varios amigos conseguimos salvar todas las barreras y tras colarnos por debajo de la lona, nos vimos en la grada del circo donde acababa de comenzar la primera función. El éxito se convirtió inmediatamente en fracaso, ya que allí dentro no había más de veinte espectadores, por lo que la presencia repentina y por arte de magia de cuatro o cinco chiquillos despeinados en los asientos nos delató irremediablemente. Aquel día aprendimos que para colarse en el circo había que hacerlo en un día de máxima expectación y así pasar desapercibido entre la muchedumbre.
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