Hay solo un remoto lugar en Almería -en esta y aquella Almería secularmente sedienta y ajada- donde se celebra una Fiesta del Agua; hay solo un lugar pintoresco donde se solemniza ese ritual de sentida adoración por el fluido de la vida que son unos caseríos suspendidos mágicamente sobre las rocas del Cañarete. Es una pedanía -ahora le llaman barrio- que no tiene patrón ni patrona que la proteja ni Iglesia donde santiguarse, pero que festeja esa fiesta telúrica conmemorando la llegada del agua corriente en 1996, siendo patrón de la ciudad el urólogo Juan Megino. Hasta entonces, un camión cisterna acudía dos veces por semana a rellenar gargantas y aljibes morunos en las casas del vecindario.
La historia de Castell del Rey -el nombre se lo puso un francés, uno de los primeros colonos que se atrevió a vivir en los altos de ese balcón al mar latino, en donde antes solo llegaban pastores a sestear con el ganado- es la historia de la lucha barojiana por la vida, de la conquista del Oeste de la ciudad, sin más mimbres que las propias manos de sus moradores. Los castellanos de Castell tuvieron que ir haciendo pequeñas conquistas domésticas como la llegada del teléfono público, alumbrado, asfalto, acerado, transporte público, el semáforo o un depósito de agua, cuando hacía décadas que estaban presentes hasta en el último rincón de la ciudad y todos sus barrios.
Castell adquirió nombradía a partir de 1965, con Guillermo Verdejo de alcalde, cuando el arquitecto de Información y Turismo, José Joaquín de Elizaga, acompañado del delegado provincial, Rafael Martínez de los Reyes, inspeccionaron esos terrenos montaraces, donde ya habían germinado algunas casitas, y decidieron darle consideración de Centro de Interés Turístico (CIT), partiendo de los accesos de la antigua Venta Ramírez.
Fueron esos años en los que Castell aspiraba a convertirse en una de las deslumbrantes urbanizaciones residenciales de la capital, allí, colgada de los cerros, teniendo muy cerca el antiguo Camino Romano, una ametralladora antiaérea y un polvorín para almacenar la munición; allí, entre esas breñas acantiladas a 300 metros de altura, por donde merodeaban cabras salvajes, conejos y zorros, fue donde el arquitecto Fernando Cassinello le explicó a Fraga, en 1966, que se iban a construir 180 bungalows para 1.500 turistas extranjeros, un hotel y una piscina. Todas esas ínfulas y aires de grandeza se quedaron por el camino y a mediados de los 70 solo se habían construido no más de cincuenta chalets fantasmales mirando esa costa por donde tantos barcos cargados de grape almeriense navegaron, por donde tantos navíos berberiscos vinieron en la oscuridad de la noche. En esas mismas alturas, de la antigua Carretera de Málaga, desde las que se divisa Orán con catalejo, un alemán apellidado Zimmerman, tuvo la feliz ocurrencia de esculpir en 1968 un santuario de aquella música joven bailada con pantalones de campana y peine en el bolsillo que se llamó discoteca Baroque -después fue restaurante- donde peregrinaban cada fin de semana los jovenzuelos de la capital como antes sus abuelos acudían en coches de caballos a las fiestas flamencas de la Venta Ramírez y Eritaña.
A pesar de que no llegó a prosperar en su integridad el proyecto de Cassinello y de que los servicios necesarios para ha habitabilidad llegaban con cuentagotas, la cenicienta Castell fue germinando paso a paso, con el empuje que imprimían algunos pioneros como el señor Leroy, Alan Thibaut, Juan Luque o María Casuso, vecinos que ocuparon la primera línea de batalla para que Castell no fuera un barrio de muchas obligaciones y pocos derechos. Así se consiguieron equipamientos, tendido eléctrico, recogida de basuras las primeras calles asfaltadas, pero hasta 2017 no se abrió servicio urbano de autobús. Y compraron casas gentes de otros países que adoraban el silencio absoluto de la noche y el trino de los pájaros al amanecer y fueron creando una colonia con algunos alemanes, italianos, belgas y franceses que luego fueron vendiendo a almerienses cansados de la Puerta Purchena. Y compró casa Atienza, un antiguo futbolista internacional del Real Madrid, el pintor Eugene D’arc, Tico Medina, que luego la vendió, y más recientemente el cantante David Bisbal. En esos años, Castell llegó a tener su propia reina de las fiestas -Miss Castell del Rey- que en el año 1977 fue Gwendolin McGowan y un campo de tiro al plato para el concurso de feria.
Al poco tiempo quebró la urbanizadora Castell del Rey S.A. y muchos de sus bienes y terrenos fueron embargados, languideciendo su desarrollo, incorporándose como pedanía a Almería en 1986. Hoy cuenta con más de 300 vecinos sumando los apartamentos Espejo de Mar en esa orografía tan agreste.
Pero aún le quedan muchas conquistas a ese mirador natural a tres kilómetros de la ciudad, gobernado por una asociación de residentes donde ha ido germinando un noble sentimiento de pertenencia, una colonia de familias periféricas que siguen luchando por los suyo: por mejorar accesos, por la recuperación del antiguo Camino Viejo, gente que duerme frente al oleaje, en el lugar más mudo de Almería.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/263209/el-barrio-cenicienta-de-almeria