Almería y sus carritos ambulantes

Los carritos iban en busca de los niños a la puerta de los colegios y los domingos al cine

Carrito ambulante en la fachada de Correos cuando todavía existía el viejo edificio. Años 60.
Carrito ambulante en la fachada de Correos cuando todavía existía el viejo edificio. Años 60.
Eduardo de Vicente
22:50 • 01 oct. 2023

No sé por qué motivo los niños de mi generación les llamábamos maestros a los que regentaban los futbolines y también a los que se buscaban la vida con un carrito ambulante cargados de todos los tesoros que podíamos imaginar: trompetas de plástico, caretas de papel, pipas, caramelos, chufas, regaliz...



Doblabas una esquina y te encontrabas con uno de aquellos negocios ambulantes que buscaban los lugares estratégicos en busca de los niños. A veces, mi madre me daba una peseta para cuando saliera de la escuela pudiera comprarme diez caramelos de nata en el carrito que colocaban en la misma acera del colegio a la hora de la salida. Los domingos, cuando íbamos al cine, antes de entrar pasábamos por el mostrador del hombre del carro, antes de que se pusieran de moda los ambigús dentro de las salas y los propietarios de los cines se cargaran el invento del vendedor ambulante.



Almería fue una ciudad de carritos de madera, de un tipo de negocio de supervivencia que empezó a aflorar por las esquinas en tiempos difíciles. Eran los carritos de posguerra, pobres y destartalados, que ocupaban la calle y las aceras principales, ejerciendo un comercio de subsistencia que en muchos casos ocultaba el estraperlo con el tabaco, los encendedores e incluso los preservativos. Eran carritos de madera que se establecían desde el amanecer entre la Plaza de San Sebastián y la Rambla del Obispo Orberá, lugar estratégico por ser camino hacia el Mercado Central y las tiendas y cafés del Paseo. Ejercían un comercio sin reglas ni horarios: a primera hora de la mañana ya estaban en sus puestos, donde permanecían hasta bien entrada la noche, aguantando con la tímida luz de sus carburos a que las calles se quedaran completamente desiertas. 



Allí brotaban todos los días, como flores de un tiempo donde la gente se inventaba cualquier negocio para poder sobrevivir, aguantando el viento y el frío del invierno, refugiados bajo sus escuálidos techos de lona del calor  de julio. En diciembre de 1943, la Navidad más lluviosa que se recuerda en Almería, los hombres de la venta ambulante solicitaron permiso para instalarse en las mismas aceras, pegados a los edificios de la Puerta de Purchena, para protegerse de la lluvia debajo de los balcones, de los toldos de los comercios y en los portales vacíos. Llovía sin parar durante días enteros, dejando 170 litros en apenas un mes, llevando la ruina a estos pequeños mercaderes que sin calle y sin gente perdieron la venta de Navidad que cada temporada les salvaba de la miseria de la época.



Carritos pobres con cuatro tablas y ruedas de madera o de hierro, protegidos por una pequeña marquesina de lona que los dueños reforzaban con tablones para protegerse de la lluvia y el viento. Algunos se engalanaban con fotografías de actrices de la época que le servían de adorno. Aquellos ambulantes llevaban un bazar a cuestas donde era posible encontrar frutos secos, gaseosas de las que hacían en la fábrica de la calle Reyes Católicos, caramelos para los niños que iban y venían de los colegios, pasteles y hasta copas de anís y coñac para el consumo mañanero de los trabajadores de la alhóndiga. Ejercían un comercio autorizado y bajo cuerda practicaban el estraperlo de la época, basado sobre todo en el tabaco y productos que traían de Melilla: Ideales, Peninsulares, Celtas, mecheros de martillo, piedras de mechero y condones. Los adolescentes que pasaban hacia el instituto les compraban sus primeros cigarrillos sueltos a estos ambulantes que nunca preguntaban la edad.  Este tipo de venta furtiva exigía estar en alerta de forma permanente, con la mirada puesta en el cuartelillo de la Guardia Civil que en aquellos tiempos estaba en la acera principal de la Puerta de Purchena. Más de una vez, los vendedores tuvieron que echar a correr Rambla abajo al ver salir de forma sospechosa a la pareja.



Los viejos carritos de posguerra acabaron perdiendo el tren del progreso. En 1962 el Ayuntamiento empezó a ponerles trabas: primero les exigió a los vendedores que pusieran a sus carros llantas de goma, comunicándoles que las ruedas tenían que ser de aire y que de lo contrario estarían obligados a abonar un impuesto superior por el ruido que hacían las ruedas de madera y de hierro y por el desgaste y el deterioro que ocasionaban en el pavimento. En enero de 1963 se les siguió estrechando el cerco, y una orden municipal los obligó a que ofrecieran una estampa limpia y decorosa con la puesta a punto del vestuario de vendedores y vendedoras. 



Los carritos antiguos sobrevivieron hasta que en 1967, el ayuntamiento decidió renovarlos por otros de un diseño más moderno que nacieron llevando en sus costados el eslogan de ‘Almería, donde el sol pasa el invierno’.




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