Era, en ese instante congelado en el que lo sostienen los brazos mercenarios de su ama, uno de los niños más ricos de la provincia. Valía su peso en oro (o en plata), Antonio García-Alix Soler, un cuevano heredero-a un tiempo- de la fortuna minera de los soleres, y de la nombradía de los García-Alix.
Apenas sumaba unos meses ese día de 1913 cuando aparecía el infanzón en la imagen, abrumado de encajes y muselinas, en alguno de los salones de Villa Anita, la mansión que su abuelo materno, Antonio Soler Márquez, había construido, como capricho oriental, para su hija Ana Manuela, desposada con Carlos García-Alix, el hijo de aquel ministro y gobernador del Banco de España cuya calle linda con el Mercado de la capital.
La nodriza, con su mandil blanco, con su mirada serena y su moño inmenso, muestra con orgullo al lactante, como si se hubiese cobrado una pieza de cetrería. No era una ama de cría, una proveedora de leche fresca cualquiera, era una jovencilla cuevana que se había colado en una de las casas más acaudaladas de la época, como aquellas afamadas nodrizas pasiegas que se retrataban junto a Isabel II y toda su prole en los jardines de La Granja.
La leche de esas nodrizas y de tantas otras criaron a reyes y aristócratas, a fulanos y a menganos, y fueron incluidas muchas veces en testamentos como un miembro más de la familia y a sus hijos como hermanos de leche.
En Almería siempre hubo jóvenes madres, solteras o casadas, que alquilaban su pecho para familias pudientes o de clase media, cuyas esposas parturientas no podían amamantar a los recién nacidos por lo que entonces se llamaba la ‘teta seca’. Recurrían a esas muchachas humildes llegadas de los pueblos a la ciudad, en muchas ocasiones repudiadas por sus propios padres por haberse quedado preñadas sin pasar por el altar; o a madres de familia con necesidades económicas que habían parido y que disfrutaban de un pecho generoso del que manaba leche en abundancia para dar de prestado a cambio de unas monedas.
Era un intercambio mercantil incesante, con anuncios de oferta y demanda en bares y pensiones como la del Catalán. Antes de la Guerra civil se ofrecía como ama de cría Paca Miralles, en la calle Verbena del Barrio Alto o Francisca de Haro, en el Patio de los Rodríguez. La miseria que se apoderó de Almería, aún después de cesar las balas, hizo que se desatara una fiebre por ofrecer esa leche tan valiosa, esos calostros primeros, que evitaron tantas muertes de niños prematuros de alferecía o malnutrición.
Eran decenas los anuncios que aparecían a diario en los periódicos: Ana Moreno ofrece leche fresca en la calle Pedro Jover; Dolores Mora, en el Patio Sancho de la calle de la Salud; Julia Sánchez, en Uleila; Rosa Jurado, de Tabernas, a la que su patrona, Dolores Careaga, le dejó de dote una casa; Isabel Ruiz, en la calle Arapiles, que vendía leche y también una cama de matrimonio.
Había quienes ingresaban en las casas más acomodadas, de los ricos señores de la uva o de las minas, como nodrizas internas y, entonces, además de dar de mamar, también sacaban las liendres a los retoños o hacían la papilla y dormían en habitaciones lúgubres, como en esos ambientes que Dickens retrataba tan minuciosamente en sus primeras novelas por entregas.
En los pueblos del Andarax había recién paridas que no podían amamantar al bebé y aprovechaban las ubres de una cabra o de una burra para alimentar a su retoño haciendo biberones. Después fueron popularizándose los biberones de harina lacteada, que ‘ponía a los niños las carnes más duras’, como los de la casa Glaxo o de Nestlé y entonces anunciaban aquello de “no pases la pena negra sin tener necesidad” que era la aflicción psicológica de las madres por no poder dar pecho a sus hijos.
Las señoras de la casa con ama de cría interna solían alimentarlas con buen jamón para que de sus ubres saliera leche generosa para sus hijos. Las vestían con mandiles blancos de organdí y pecherín a juego y las hacían salir a pasear por el Parque o por el Bulevar para que se solearan y cogieran buen color y se sacaran la teta en alguno de esos bancos sombreados por un ficus.
Ama de leche tuvo el poeta Valente en su Orense natal, como recuerda en su poema Nana de la Mora y a Manolo del Aguila lo amamantó la Tata Manuela en El Alquián y a Camilo José Cela, la gitana Carmen, cuando vivió, siendo un bebé, en Almería donde habían destinado a su padre como vista de aduanas en 1916.
La Casa Cuna, en el Hospital Provincial, tuvo desde el siglo XIX una plantilla de ocho nodrizas a sueldo de 60 reales y también en la hijuela de Vera, y Albox. En la Guerra se abrió la Gota de Leche, de cuáqueros americano, en la calle San Pedro, donde se repartía leche en polvo y se ofrecían amas. Fue un centro de educación sanitaria popular que logró suavizar el problema sanitario de la infancia almeriense de aquella época tan desvalida. También en Vélez Rubio hubo también durante la Guerra civil un centro de maternidad, como se ha podido comprobar en las imágenes conservadas de la fotógrafa mexicana Kati Horna.
Los biberones fueron vistos siempre como un alivio ante la ausencia de leche en el pecho de la madre. Estudios realizados décadas atrás relacionaban la falta de leche materna con la mayor mortalidad infantil, también debido a una menor higiene en la conservación de la leche.
La distribución de leche condensada en los años 40 y 50, entre otras razones, fue haciendo languidecer el proteico oficio de nodriza y todo aquel estilo de vida que marcó una época.
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