Los benditos patios de Regiones

Las casas sociales del barrio de Regiones se construyeron alrededor del patio

Una casa de Regiones con su patio central. El patio era el desahogo de las viviendas en aquellos años.
Una casa de Regiones con su patio central. El patio era el desahogo de las viviendas en aquellos años.
Eduardo de Vicente
20:15 • 22 nov. 2023

El patio era la mitad de la casa, un enorme espacio interior abierto al cielo donde latía el corazón de cada familia. El barrio de Regiones olía a la ropa tendida de sus patios, al aroma limpio del jabón primitivo que utilizaban las madres para lavar en las pilas de piedra, al pan y chocolate de los niños cuando por las tardes se salían al patio a merendar mientras que sus madres terminaban de fregar el suelo. 



El patio donde se estudiaban las lecciones, el patio de los juegos infantiles cuando te castigaban y no te dejaban salir a la calle y no quedaba otro recurso para no sentirse preso de verdad que refugiarse en la libertad condicionada que te regalaba el patio.



En el patio estaba la cocina, el comedor, la chimenea, el cuarto de estar, los cajones de madera donde se criaban las gallinas, los conejos y el marrano, el hueco donde los niños guardaban la pelota y el patín de cojinetes, la repisa que sostenía las macetas que perfumaban la casa y el fiel retrete, que era uno más de la familia. El retrete siempre estaba al fondo, solitario, apartado en una esquina, sin más compañía que la del clavo de la pared donde se colgaban los recortes de periódico y una pequeña ventana por donde se colaban los sonidos de la calle.



En cada patio había una pila de lavar, una escoba, un recogedor de madera, un pájaro enjaulado, un gato que asustaba ratones y una bicicleta, tan necesaria para sobrevivir. En aquellos tiempos de estrecheces la bici no se utilizaba para dar paseos o hacer deporte, sino para trabajar, por lo que era patrimonio del padre. 



Al patio salían los viejos a tomar el sol en invierno, y en las noches de verano, el patio se convertía en un dormitorio improvisado. Encima del patio sólo estaba el cielo, y debajo, el pozo negro. Cada casa tenía su pozo negro cuando no existía el alcantarillado, pozos que reventaban al llenarse y había que profanarlos de noche para limpiarlos y que pudieran seguir haciendo su función. 



Las casas de Regiones se empezaron a entregar en noviembre de 1944. Iban destinadas a las familias humildes que en condiciones infrahumanas habitaban las cuevas de la periferia, aunque al final, a la hora de admitir las solicitudes, tuvieron preferencia los que habían demostrado su fidelidad al Régimen: caídos durante la guerra,  ex-combatientes, ex-cautivos y los que habían formado parte de la División Azul, que se llevaron la mejor tajada. También encontraron un hueco en la nueva barriada cinco caballeros mutilados en actos de guerra: José Antonio Valdivia, Juan Guirado, César Molina, Vicente Losana y Ángel González.



De las cuevas de La Chanca, del Cementerio, de San Cristóbal y de la Fuentecica llegaron ciento sesenta y cinco familias, aquellas que pudieron hacer frente a las veinte pesetas del alquiler mensual de la casa, por lo que los más pobres, aquellos para los que en teoría iban destinadas las viviendas, no tuvieron la oportunidad ni de solicitarlas al no disponer de la pequeña cantidad  que se les exigía de alquiler. 



Para hacer más fácil la adaptación de los inquilinos a su nuevo destino, tan alejado de sus lugares de procedencia, se eligieron como colores originales de las casas los tonos fuertes, tan típicos de la arquitectura popular de La Chanca: azules, ocres, amarillos, colores que con el paso de los años fueron desapareciendo cuando cada vecino fue remodelando su vivienda  sin tener en cuenta el proyecto original.


Desde su construcción, Regiones  fue un barrio con alma de pueblo. Ocupaba una amplio solar ganado a la Vega, comprendido entre el Camino de Ronda y la Carretera de Níjar. Era como un lugar aparte, al margen de la ciudad. Ir a Regiones tenía  naturaleza de viaje. El barrio asumía su destino de poblado independiente y se sentía feliz en su aislamiento. 


Tenía su escuela, su plaza, su Mercado, sus fuentes de agua distribuidas por las calles donde iban las mujeres a llenar los cántaros, y hasta su iglesia, la parroquia de San Isidro. Durante más de cincuenta años estuvo allí destinado don José Burlón González, un cura de armas tomar que se convirtió en uno de los personajes más célebres del barrio. Llevaba siempre a su lado un lazarillo, al que llamaban Antoñico ‘el tonto’, que tocaba las campanas los días de fiesta y sacaba el agua del pozo.


Regiones tenía sus dos tiendas de toda la vida, la de Juanico ‘el ajero’ y la de Paco ‘el alpargatero’, lugares de confianza donde se compraba fiao. Eran pequeños bazares donde se podía encontrar de todo, desde aceite a granel o huevos recién traídos de un cortijo de la Vega, hasta polvos de la ropa o alpargatas. Estas tiendas sabían cuando abrían, pero no  cuando cerraban, por lo que estaban disponibles a todas horas siempre que hubiera un cliente.


No faltaban los bares, como el de Paco, en la calle Alta, el de Miguel Martínez en la calle Baja y la Peña, que regentaba el señor Zapata. Lo que no había era carbonería, por lo que había que cruzar el Camino de Ronda y acercarse al Barrio Alto para comprar el carbón, que también se guardaba en el patio.



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