Con qué lentitud pasaba el tiempo entonces, cómo cualquier calle que no fuera de las consideradas de primera categoría podía permanecer igual durante varias generaciones de vecinos. Las mismas formas de vida, la mismas relaciones entre la gente, los mismos juegos de los niños, las mismas aceras que se iban desgastando de viejas, las mismas fachadas que cada primavera se renovaban con una mano de cal y de pintura, la misma iluminación a base de bombillas escuálidas y la misma tierra donde nos dejábamos la piel de las rodillas y donde se formaban grandes charcos de agua y barro cuando llegaban las primeras lluvias.
La calle de El Pueblo, que estaba a dos pasos de la Puerta de Purchena, era uno de esos rincones por los que el tiempo caminaba tan despacio que una familia podía nacer, vivir y morir allí sin asistir a ningún cambio sustancial. A comienzos de los años sesenta, el suelo de la calle de El Pueblo era de tierra, como un siglo atrás, como en el comienzo de los tiempos. El alcantarillado era todavía un proyecto y cada casa contaba con su pozo negro en el patio donde iban a desembocar las aguas mayores y menores hasta que el agujero se atascaba y había que recurrir al basurero para que volviera a limpiarlo.
La calle de El Pueblo tenía alma de patria chica. Había como un orgullo colectivo del que presumían sus gentes. La calle era tan estrecha, las viviendas estaban tan pegadas, que todos formaban parte de un mismo clan.
La calle de El Pueblo tenía su tienda de comestibles, la de Pepe y Carmen, que montaron el negocio sobre una antigua chatarrería. Él, José Ruiz Hernández, era de Níjar, y regentaba el negocio con su esposa Carmen Utrera. La tienda estaba situada en la esquina de abajo, pegada a la calle Flora, y destacaba por su colosal mostrador de mármol y por el gran depósito de agua de Araoz donde iban las mujeres a llenar las garrafas. Tenían un hijo, Paco, que se hizo muy famoso en el barrio por su afición a los coches. Llegó a correr rallyes y un año participó en el de Montecarlo.
La calle tenía su sastre, Antonio Suanes, y un acreditado barbero, Francisco Beltrán, al que apodaban ‘el catalán’ porque tenía varios hijos trabajando en Barcelona.
Había también un taller de costura, el de Dolores Ruiz, donde iban los niños a recoger los cartones que servían para encender las hogueras, y un carpintero, Fausto Fernández, que abastecía de serrín al vecindario cuando llovía y había que esparcirlo en las entradas de las casas.
El mecánico de la calle era Francisco Úbeda González, que había sido chófer de camiones y que acabó trabajando con la empresa Roig en el taller que tenían en la esquina de la Carretera de Ronda con la Plaza de Barcelona. Vivía al lado de Miguel Bernabé, que era un empresario importante con una tienda de confecciones en la Plaza de Marín y un taller con muchachas cosiendo. La casa del señor Bernabé fue la primera de la calle donde se vio la televisión. Allí se reunió medio barrio para ver la final de la Copa de Europa de Naciones de 1964 que ganó España. Siempre tenía en su casa un ejemplar del diario Pueblo, que se lo cambiaba a su vecino Francisco Polo, que era lector del Marca. Los Polo vivían en el número quince. El marido era administrativo y su esposa, Gloria Úbeda, cuidaba de sus hijos Francisco y Cecilio. Era una mujer de una gran bondad, a pesar de que los niños la castigaban a balonazos en la puerta. Ella salía y en vez de regañarles les decía con voz serena: “Niñicos, vamos a echar la siesta, ya os aviso yo cuando podéis seguir jugando”.
En la calle de El Pueblo vivía el taxista José Giménez y el dueño de confecciones Terrés con su mujer, doña Mercedes. Su casa era la más grande de la calle con dos alturas, una buhardilla y un hermoso terrao. Eran vecinos de unas hermanas a las que llamaban ‘las cajeras’ porque una de ellas, Eugenia, trabajaba en la caja de la Tijera de Oro. Las otras dos, Anita y Lola, eran modistas. En su casa tenían un jazminero que perfumaba la calle y la convertía en una alfombra de pétalos.
Uno de los personajes más famosos de la calle era el señor Muñoz del Pozo, practicante de la Casa de Socorro. No hubo una sola casa de la calle de El Pueblo por donde no pasara para poner una inyección.
La panadería de la calle era la de Paquita. Tenía la entrada por Regocijos, pero los hornos daban a la calle de El Pueblo. Los vecinos llevaban allí los boniatos para asarlos.
Los niños de la calle de El Pueblo jugaban mucho en el Paseo Versalles, que entonces estaba cerrado por el sur y había que acceder a través de la calle Magistral Domínguez. Subir hasta el Quemadero o al barrio de la Caridad era entonces una aventura como ir al cine en verano. Las terrazas oficiales de los vecinos del barrio eran la Norte y sobre todo, la terraza Imperial. Cuando venía alguien a cantar al Imperial el sonido se escuchaba perfectamente en la calle de El Pueblo.
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