El 16 de febrero de 1961, apenas unas horas después de que llegara a Almería el telegrama del Gobernador civil que desde Madrid le daba a todos los almerienses la buena noticia de que el Ministerio de Obras Públicas había aprobado el proyecto definitivo del alcantarillado, nuestras autoridades decidieron, agarrándose al refrán de que “de bien nacidos es ser agradecidos”, concederle al señor ministro, Jorge Vigón, la medalla de la ciudad y de paso el título de Hijo Adoptivo. Había que compensarlo por su guiño a Almería y a la vez ganarse su aprecio por si en un futuro no muy lejano hubiera que pedirle algún favor.
El proyecto del alcantarillado, obra del ingeniero Julio Suárez Llanos, Jefe de la División Hidrológica de Almería, ya estaba en marcha y las cuentas también. El coste rozaba los 150 millones de pesetas y el Ayuntamiento de Almería tuvo que firmar un préstamo con el Banco de Crédito Local de España de 41 millones: 36 millones que debía aportar al Ministerio de Obras Públicas para la ejecución del proyecto y el resto para cubrir gastos como el de las indemnizaciones a los propietarios de los terrenos.
En plena efervescencia social por el alcantarillado y para tratar de acelerar los pasos, el cinco de abril de 1961 se constituyó la Comisión Especial del Alcantarillado, formada por el primer teniente de alcalde, Guillermo Verdejo Vivas, los tenientes de alcalde Emilio Ibáñez Fernández y Francisco Ibarra Sánchez y los concejales Juan Jaramillo Benavente y Manuel Martínez Artal.
En septiembre de 1962 fueron adjudicadas las obras en 64 millones de pesetas al promotor Mateo Martos Estrella y siete meses después comenzaron por fin los trabajos. Después de sesenta años soñando con una red de saneamiento moderna, la ciudad de Almería veía hecho realidad el principio de este largo sueño. El lunes uno de abril de 1963 se puso en marcha toda la maquinaria: dos excavadoras, tractores de oruga Bull-Dozer, dúmperes, dos hormigoneras gigantes y una flotilla de tractores para llevar los áridos y el agua a la obra, además de un equipo formado por ciento cincuenta hombres.
Habían comenzado los trabajos y por delante quedaban, según el responsable de Maben S.A., la empresa constructora, cuatro largos años para que estuviera terminada la primera fase.
El punto de partida de aquella obra faraónica que tenía que perforar el suelo de toda la ciudad fue la calle de los Picos, donde se comenzó a colocar el emisario encargado de evacuar las aguas residuales, que con un recorrido de diez kilómetros tenía que desembocar en el mar después de atravesar la vega. El emisario consistía en un tubo de hormigón de 1,80 metros de diámetro por el que tenían que discurrir las aguas negras del alcantarillado encauzándolas hasta su desembocadura. Al mismo tiempo que se construía el emisario se comenzaron los trabajos de construcción de los cuatro aliviaderos previstos en la primera fase, encargados de descargar los colectores cuando venían llenos por las aguas de lluvia. En los primeros diez meses de obras se habían construido tres mil metros del emisario, de los nueve mil previstos. En enero de 1964 las obras habían atravesado ya el cauce del río.
En aquellas primeras semanas del año 1964 se iniciaron también los trabajos en el casco urbano de la ciudad. El sitio elegido para ‘poner la primera piedra’ fue el Malecón de Torres Campos, en la Rambla, junto al instituto, donde se excavó para construir uno de los aliviaderos que mitigaban el exceso de carga del emisario.
En 1965 el alcantarillado ya se sentía plenamente en el centro de Almería. Era una realidad que se vivía a diario y había llegado hasta las mismas puertas de las casas. General Tamayo, Virgen del Mar, Catedral, barrio de la Alcazaba, fueron los primeros rincones que recibieron a los obreros de la red de saneamiento en aquel proceso revolucionario que abrió las entrañas de la ciudad y la puso patas arriba. Los trabajos se demoraron, el alcantarillado se prolongó durante años y los almerienses tuvimos que acostumbrarnos a manejarnos en medio del caos de tráfico, del polvo y la tierra. Para los niños de aquel tiempo, aquella situación de anarquía urbana fue una bendición. Los montones de tierra los utilizábamos para hacer barricadas en las guerrillas y en las calles sin asfaltar jugábamos al fútbol y a los petos con absoluta libertad para hacer agujeros en el suelo. En cierto modo, aquella Almería caótica de la segunda mitad de los años sesenta fue un paraíso irrepetible.
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