El nuevo año nos ha traído la noticia de la muerte de María Casinello, una mujer difícil de definir por las múltiples facetas que configuran su biografía y por las muchas tareas que ha realizado a lo largo de su vida. María encarna en su persona lo mejor de una etapa de la historia de Almería, por eso sería injusto no reconocerlo.
Mediante estas letras que escribo a bastante distancia física, pero no del corazón, me gustaría expresar el reconocimiento junto con una profunda gratitud por María Casinello,
María fue mi feligresa, pero no la conocí en mi época del párroco en el barrio de los Ángeles y ella viviendo en La Roca. Fue después, al finalizar el Sínodo diocesano, cuando el obispo D. Rosendo pensó en ella para dirigir la comunicación en la diócesis. La llamé, acababa de fallecer su marido Fernando, se asustó al principio, pero aceptó porque no podía negarse a una petición de la Iglesia. Aquel nombramiento trajo una verdadera revolución en la comunicación de nuestra diócesis; su inteligencia, su entrega unida a la gracia para hacer el trabajo y relacionarse con los profesionales de los medios de comunicación de Almería, los detalles y la delicadeza con los que trabajábamos en la Curia diocesana, sin olvidar la popularidad que adquirió en los ámbitos de la comunicación de la Conferencia episcopal. María era conocida y querida por todos.
María aportó además de sus cualidades personales, de su feminidad, su alegría y su corazón inquieto, ¿quién podía negarse a algo de lo que pensaba u organizaba María? Era como la mujer fuerte de la Biblia, con una capacidad de entrega impresionante, y una larga experiencia en la política, en la sanidad, en las ONGs, en la caridad. María representaba la historia gloriosa y trágica al mismo tiempo del siglo XX.
Casinello ha sido una mujer familiar: hija, esposa, madre sin serlo físicamente, amiga. Su padre fue mártir en la guerra civil, y no desperdició esta realidad humanamente trágica, sino que se quedó con lo mejor, una herencia dura sanada por la fe y el tiempo. Le gustaba siempre recordar y guardaba como una preciosa reliquia la última carta de su padre a Adela, su madre. Esa carta era un verdadero testamento en el que su padre viendo el horizonte de su final comentaba las palabras del Padrenuestro: hágase tu voluntad. Y el testamento que convirtió en el programa de su vida; como tantos españoles que vivieron de corazón el perdón a los adversarios. De su madre, siempre lo decía, aprendió el valor de la entrega a los demás, y el coraje de ser corazón hasta la entrega final.
María era una mujer de fe, la recibió de los suyos y la arraigó en el corazón. Su fe era comprometida y devota. He sido testigo de su amor a la Iglesia, que ha demostrado en tantas ocasiones, y su devoción por la Virgen del Mar.
Después, el tiempo fue apagando el vigor de María, su deterioro físico la hizo salir de su mucha actividad, pero con la mirada puesta en el Señor que la llama a la vida eterna, donde siempre esperó volver a encontrarse con sus seres queridos. “D. Ginés, me decía muchas veces, cree que cuando llegue al Cielo reconoceré a Fernando. Claro que sí, María, le contestaba”. Seguro que lo ha visto y lo estará gozando.
Cuando el pasado día 18, Mercedes, su hermana, me comunicó la muerte de María, por mi corazón pasaron tantos momentos que compartimos, tantos detalles de los que aprendí de ella a ser mejor, entonces solo me brotó el agradecimiento, una acción de gracias a Dios por haberla puesto en mi vida, y no tenía una mejor forma de demostrarlo que tenerla presente en el Altar de la Eucaristía.
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