Los héroes del agua del grifo

El doping de los ciclistas de la posguerra era el agua del bidón y la onza de chocolate

Un corredor con una boina como casco bajando hacia la Avenida de Vílches
Un corredor con una boina como casco bajando hacia la Avenida de Vílches La Voz
Eduardo de Vicente
20:37 • 05 may. 2024

Desde el sillín de la bicicleta la vida parecía otra cosa, como si todas las restricciones de la época, todos los miedos y las incertidumbres se disiparan pedaleando. Los ciclistas de barrio, al menos en Almería, fueron los héroes de la juventud cuando para la mayoría de los adolescentes tener una bicicleta de carreras era un lujo inalcanzable.



La bicicleta les permitía ver mundo cuando viajar por la provincia tenía naturaleza de aventura, cuando trotar sobre las dos ruedas podía convertirse en una hazaña, en una prueba de supervivencia. Aquellos ciclistas de la posguerra tenían el umbral del peligro tan alto que no se lo pensaban dos veces cuando llegaba el momento de lanzarse a tumba abierta en un descenso en aquellas carreteras sembradas de chinorros donde al menor descuido te ibas a la cuneta o se te pinchaba una rueda. Entonces no tenían asistencia técnica y eran ellos mismos los mecánicos, los que llevaban la cámara de repuesto colgada, los que recuperaban la fuerza con una onza de chocolate y un trago de agua del primer caño que se encontraran en el camino.



El doping de los ciclistas de la posguerra era el agua del grifo, el cacao y los dulces de manteca que reciían en los improvisados controles de avituallamiento que se organizaban cuando atravesaban un pueblo.



No les temían al sol ni a las caídas, porque en aquel tiempo, estaban hechos, de verdad, de otra pasta. Cuando antes de una carrrera el pelotón se agolpaba en la línea de salida, los chiquillos los rodeaban como las moscas en la miel, para ver de cerca a aquellos intrépidos corredores que aunque no ganaran, saboreaban esa porción de cielo que en aquel tiempo significaba ver tu nombre escrito en el periódico del día siguiente.



Las pendientes que subían hasta Alhama o la cercana  Cuesta de los Callejones, al pasar el cementerio, eran para ellos como subir uno de aquellos grandes puertos de montaña  que narraban los locutores de Radio Nacional de España. Las tardes de verano de la posguerra están llenas de hazañas de ciclistas que los niños escuchaban emocionados en la casa de algún amigo que tenía transistor. Al terminar la etapa, los muchachos salían corriendo como si llevaran una bicicleta entre las piernas y se iban a la calle Granada a buscar los escaparates de las dos grandes tiendas de bicis que entonces había en Almería, la Casa Ciclista López y la Casa Mateos. Allí se pasaban las horas, con la mirada pegada a los cristales, soñando con aquellas máquinas Orbea que brillaban como estrellas colgadas  con alcayatas en la pared. 



En las calles había competiciones a diario. Se corría tanto como se jugaba al fútbol. Una bicicleta era suficiente para organizar las carreras contrarreloj que se hacían alrededor de la Plaza de Toros, por las cuestas del Quemadero, por la Plaza de Pavía y el Parque. De cada barrio salía un campeón, pequeños héroes que se ganaban a pedaladas el respeto del grupo de amigos. 



Ganar en las carreras era un mérito que elevaba al triunfador a la categoría de mito, aunque sólo fuera por un día, el tiempo que tardaba en perder la próxima carrera. Después, los mejores participaban en las competiciones oficiales que se celebraban, sobre todo, durante la Feria. Ganar una de aquellas carreras mayores significaba tocar el cielo con las manos y salir con el aura de un Dios en los titulares del periódico Yugo.



La primera gran carrera que se disputó en Almería tras la guerra civil  fue el 31 de marzo de 1940 con motivo de las fiestas de la Liberación’. El triunfador fue José Díaz Gálvez. El hijo del carnicero del Mercado Central salió a hombros de la multitud y con 250 pesetas en el bolsillo. Se llevó un premio de veinte duros por ganar la carrera, quince por ser primero en cada una de las tres cuestas puntuables y otros quince por vencer en las escaladas. Unos meses después, el 18 de julio de 1940, fue uno de los ciclistas que formaron el equipo de Almería que participó en la demostración sindical que se celebró en el estadio Metropolitano de Madrid.  José Díaz Gálvez no dejó nunca de pedalear y cuando se le pasó el tiempo de competir se dedicó a la bicicleta con devoción.  


Aunque cada carrera era un éxito rotundo de público, ninguna congregó a tanta gente como cuando llegó la Vuelta a España, el 17 de junio de 1941. Era la primera Vuelta que se organizaba después de la guerra y traía a corredores tan célebres como Julián Barrendero, un mito a nivel nacional, y al campeón almeriense Cayetano Martín. La etapa terminó en el Parque, donde había gente hasta en  los árboles. Los 25 corredores fueron recibidos con la música de la Banda Municipal.


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