Se llamaba Pedro Sallés, marinero y natural de La Rápita, y volvió a nacer en la playa de Las Marinicas de Carboneras, un día de abril de 1927, cuando besó la orilla extenuado por el esfuerzo de nadar una milla en la oscuridad de un noche negra como la pez. Fue el único superviviente del naufragio del vapor Chocholita, con matrícula de Santander, que naufragó frente a rada almeriense tras ser zarandeadas sus 130 toneladas como una cáscara de nuez por el mayor huracán que han conocido las costas urcitanas desde que existen testimonios escritos. Perecieron ocho tripulantes y el capitán Secundino López Reus y los restos del pecio aún están debajo del mar almeriense.
El Chocholita, un carguero de mineral, quedó como el símbolo de esa gran tragedia que acabó con la vida de más de 30 pescadores y marinos desde Adra hasta Terreros y dio nombre a ese descomunal tifón de tintes caribeños que llenó de ruina aquella Almería que tan lejana nos parece. Este marinero granadino que luchó contra viento y marea -nunca mejor dicho- se empeño en vivir, en no convertirse en pasto de marrajos, en poder llegar a ver de nuevo a sus hijos en su casa granadina. Y lo consiguió, cuando unos arrieros que compraban pescado divisaron entre la espuma de las olas su cuerpo aterido como un gorrión. Lo llevaron a una tasca del pueblo, le dieron café y le pusieron por encima una guerrera. Y cuando Pedro consiguió entrar en calor, iluminado por los rayos primaverales de ese pueblecico de esparteros y marengos, empezó a contar su historia, que era la de toda la provincia, en ese día aciago del huracán del Chocholita, un 12 de abril de 1927.
La tarde del día anterior el cielo ya empezó a tomar mal cariz, según cuentas las crónicas de la época, y conforme avanzaba el día, las olas se agrandaban como montañas en medio de un manantial azul. El viento de Levante soplaba y soplaba y desportillaba las ventanas y puertas de las casas del Barrio Alto, tronchaba árboles en el Parque, echaba al suelo los postes telegráficos quedando Almería incomunicada.
Era como una maldición bíblica, como una de las diez plagas de Egipto, como si se hubiera desatado toda la furia del aveno. Casi ningún pueblo se libro ese día de destrozos en sus campos y cosechas. Las Casas de los Botes del Puerto de Almería quedó destruida, a pesar de los esfuerzos del patrón Gerónimo por afianzar las amarras en medio del fragor de la madrugada. En la Alcazaba, el desabrido vendaval arrancó la puerta de la entrada a la fortaleza causando daños también en el polvorín y a la casa de Braulio Moreno, en la Plaza Marqués de Heredia, se le vino abajo el patio de luces.
El rápido, como era conocido uno de los trenes que venían de Granada quedó interceptado a la altura de Gádor porque las vías habían sido invadidas por árboles caídos, a igual que muchas carreteras provinciales .
Ni los más viejos pescadores del lugar, como Salvador Alcaraz, que perdió su barca en la playa de Los Cuescos, habían conocido semejante castigo del cielo. También perdió un sardinal un pescador conocido como el Alcahuete y María López una mampara. Las escollera del Puerto de Poniente quedó maltrecha y las enormes moles de piedra que aún vemos eran movidas por el viento como granos de arena. Una comisión de armadores visitó al Gobernador, Matías Huelin, y se valoraron los daños en más de 300.000 pesetas. El alcalde Rovira y el presidente de la Diputación, Vicente Cabo, visitaron los destrozos en Las Almadrabillas y se dirigieron al Conde de Guadalhorce solicitando socorros. Gabriel Callejón, presidente de la Cámara uvera, se dirigió a Dúrcal, a entrevistarse con el ministro de Fomento.
Una de las instalaciones más castigadas por el huracán del Chocholita fue el Balneario Diana, de las familias Jover y Pérez Hita, las casetas de baños de madera quedaron hechas astillas al igual que las escaleras. En Roquetas, el patrón Manuel Hilarión fue sorprendido por el tifón cuando pescando al boquerón y se perdieron en el infinito la balandra Teresa, el pesquero Conde Venedito y el Segundo Filomena. Las Salinas de Cabo de Gata quedaron también maltrechas con los muelles de madera levantados, los escalones del embarcadero y el agua llegó a las pilas de sal. En Adra, el armador de la capital, Pedro Gallart, perdió un pailabot. También fueron cuantiosos los daños en los campos de remolacha y caña en la vega abderitana.
Tras la gran tempestad y el huracán, se veían por los caminos polvorientos de Almería, a los terratenientes montados en caballos, con botas altas, inspeccionado los daños en sus cortijos y sus tierra de labor. El jefe de la sección de teléfonos, Contreras, salió con urgencia a reparar avería y el personal no daba abasto cursando telefonemas acumulados por la catástrofe. Eran años de emigraciones, a pesar de los rentos de los parrales, y ese año pudo ocurrir, si no hubieran llegado algunos auxilios, que los jornaleros hubieran emigrado en masa a las américas al haberse perdido toda la cosecha en esos días próximos a la Semana Santa, que se convirtió en una verdadera semana de pasión. La costa levantina también sufrió: Villaricos vio como volaban todas las humildes barracas de pescadores próximas a la playa y en Garrucha, las mujeres bajaban al Malecón llamado de Cánovas entonces, con la mano haciendo visera se temían lo peor al no ver laúdes ni balandros en el horizonte.
El presidente del Gobierno, Primo de Rivera, visitó Almería, pero parece que se preocupó más por los destrozos en el Campamento Sotomayor que por los desgraciados pescadores y parraleros. Mientras tanto, durante semanas, el mar almeriense fue devolviendo cadáveres de pescadores naufragados ese día aciago que parecía que se acababa el mundo.
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