La carnicería que lleva treinta años uniendo un barrio

Dos jóvenes emprendedoras montaron en la calle Alborán una tienda que hoy es un lugar de culto

Carmen Molina y Toñi López, propietarias del negocio, junto a su empleado Gustavo Dakuzh.
Carmen Molina y Toñi López, propietarias del negocio, junto a su empleado Gustavo Dakuzh. La Voz
Eduardo de Vicente
19:29 • 01 jun. 2024

La manzana de la calle Alborán es un barrio joven que empezó a florecer en los años 60, cuando sobre los terrenos de una antigua huerta comenzó a crecer el ladrillo, llegaron nuevos edificios y en menos de una década el barrio se pobló de familias jóvenes que formaron una pequeña ciudadela entre la Almedina y la calle Pedro Jover.  A lo largo de su medio siglo de historia, el barrio ha contado con dos negocios fundamentales que por arraigo entre la gente se convirtieron en templos. La primera tienda que sirvió para cohesionar la vida de los vecinos fue la de Antonia Gallego, que en la misma calle Alborán montó un pequeño establecimiento con un despacho de pan, unos tarros llenos de caramelos para los niños y un bidón con agua de Araoz. Inició el camino sin dinero, pero a fuerza de trabajo y sacrificio, fue progresando. La tienda se hizo con un nombre, con un prestigio y con una clientela fiel. Viendo que podía seguir creciendo, que tenía en sus manos la oportunidad de abrir un gran comercio que le diera de comer a sus siete hijos, su dueña se embarcó en la aventura de quedarse con un local más amplio que había en la acera de enfrente. Pagó trescientas mil pesetas por él y compró fiado un frigorífico moderno.



La apuesta no tardó en darle un buen resultado. Eran buenos tiempos, cuando la gente lo compraba todo en las tiendas de barrio, donde la familiaridad y la confianza hacían posible poder retirar el género sin pagarlo. Antonia vendía mucho ‘fiao’, sobre todo a las numerosas familias de pescadores que poblaban la zona, que iban acumulando una cuenta suculenta hasta que los maridos llegaban de la mar con la paga en el bolsillo para saldar las deudas acumuladas a lo largo del mes. La panadería guiaba la vida del barrio. Antonia se levantaba a las seis de la mañana para recibir el primer cargamento de pan, el que utilizaba para los bocadillos que se llevaban los albañiles, que eran sus primeros clientes.



Fueron más de dos décadas uniendo el barrio hasta que en los años noventa le llegó la jubilación. Cuando toda aquella manzana se lamentaba por el cierre de lo que había sido su establecimiento de cabecera, llegó el relevo. Dos jóvenes emprendedoras, Carmen Molina y Toñi López, se quedaron con el local de la panadería e iniciaron un nuevo camino: mantuvieron el negocio de comestibles y pan y le dieron un impulso montando además una carnicería con charcutería, aprovechando que por aquella zona la carnicería que quedaba más cerca estaba en la Plaza de Pavía.



Los comienzos fueron complicados. Como había que hacer una inversión importante y la necesidad apretaba, se vieron obligadas a echar a andar antes de que la obra del nuevo establecimiento estuviera terminada. Eran dos mujeres y un destino: el mostrador; dos mujeres con ganas de trabajar, dispuestas a despachar aunque fuera abriéndose paso entre los albañiles que estaban haciendo la reforma. Para que se notara lo menos posible, tapaban con plásticos la zona donde estaban trabajando los obreros y ellas atendían al público en el mostrador que quedaba libre. Así, entre el polvo de la pared y los ruidos de las picotas, sobrevivieron los primeros meses hasta que antes de que terminara el verano de 1994 su nuevo negocio era una realidad.



A lo largo de todo este tiempo la carnicería Alborán ha ido creciendo, hasta convertirse en una tienda imprescindible, en uno de esos negocios que le dan sentido a un barrio. Una parte del éxito reside en la calidad de los productos, pero lo más importante, lo que ha hecho de este establecimiento un lugar de peregrinación indispensable es la filosofía que mantienen sus empleados, basada en la fidelidad, en el trato familiar que el cliente recibe, en tener siempre un buen consejo a mano e incluso una sonrisa aunque sople el temporal. Dentro del local todos se conocen por su nombre. Nadie se siente un extraño. Las propietarias, Carmen y Toñi, podrían escribir un libro con la historia del barrio porque no hay ningún vecino, en las tres últimas décadas, que no haya pasado por allí. Desde el mostrador, han asistido a los cambios que ha experimentado su distrito. Los niños a los que ellas le preparaban el bocadillo del desayuno para el colegio hace treinta años son hoy los padres y las madres que pasan a primera hora a por el desayuno de sus hijos. El cambio generacional no ha supuesto una ruptura de costumbres y la tienda sigue conservando esa esencia de lugar de referencia que tuvo desde su fundación. A la carnicería de la calle Alborán no se va solo a comprar los filetes para el almuerzo ni los avíos para el cocido, ni el queso de cabra ni el jamón al corte, ni la barra de pan ni el vino de la sierra, ni los dulces del desayuno, ni las hamburguesas caseras. A la tienda se va a convivir, a sentir que el barrio, por mucho que haya cambiado, aún le late el corazón.






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