Un adolescente de 15 años escribió un día de 1948, en un examen del Instituto sobre la obra amorosa de Lope de Vega, que era imposible que un mismo hombre hubiera tenido tantos amores a lo largo de su vida: Filis, Amarilis, Camila, Lucinda . . . y se aprestaba a concluir que los amores de ese Lope eran más convenidos que reales; al finalizar el examen, la maestra le dijo al alumno que se esperara y le explicó que existen en el mundo muchas clases de amor: amor de amigo, amor filial, amor juvenil etc. Ese Instituto era el de Almería, esa maestra era la señorita Celia y ese alumno era Antonio López Cuadra, quien se acaba de ir dando y recibiendo mucho amor.
Antonio, abogado, maestro y poeta, se ha ido, pero su memoria permanece entre los suyos y permanece su placa dorada en su vivienda en el pórtico de la calle Real, junto a una de las puertas de la ciudad antigua de Almería, frente a la fuente de los Peces de Perceval. Ese fue el paisaje de su vida, en una Almería a la que quería con locura, de la calle Real al Colegio El Milagro, donde fue profesor de Literatura durante 17 años, como Celia Viñas lo fue de él. Su vida estuvo marcada por la profesora leridana, quien le dio clase durante siete años en el viejo Instituto que fue claustro de los Dominicos, junto a compañeros entrañables como Juan del Aguila, Rafael Castillo, Manuel López Ruiz, Hilarión, Eulogio, Miguel Sáez o Manuel García Ferre, aquel emigrante argentino que inventó el Libro Gordo de Petete.
Con ella -con Celia Viñas- se empapó Antonio del poco ambiente cultural que existía en la ciudad, con la lectura de libros, audiciones de radio, excursiones, representando obras de teatro, autos sacramentales de Calderón de la Barca en los que actuaba de paciente Job junto a Beatriz Caparrós, de hidalga. De su maestra querida conservaba Antonio una foto dedicada en las ruinas de Itálica; “Para mi López Cuadra, el tiempo destruye, el corazón evoca”. Antonio López Cuadra evocaba como pocos la Almería de su infancia, de su juventud, de su madurez. Aunque había nacido en 1933, junto a la Albufera de Adra, pronto se avecindó en la ciudad que fue suya para siempre. Antonio recordaba a veces cómo estudió en la Graduada y obtuvo el número uno con su profesor José Martínez López, recibiendo de premio un lápiz y una goma de borrar.
Estudió Derecho y Graduado Social y en 1982 fue elegido delegado provincial del Ministerio de Cultura. Sufrió la marcha de su hermano Juan, quien fuera un tiempo presidente de la Diputación Provincial de Almería. Antonio dejó escritas varias obras en poesía y prosa: Brisas de siempre; Del Alba a tu sombra; Andalucía al fondo; Celia Viñas y Almería; Un mal viento, el Cortijo del Fraile; y Navegando por el Andarax. Fue también pregonero de la Feria de Almería en 1974 y de la Semana Santa en 1983 y dirigió la revista Sala de Togas del Colegio de Abogados de Almería.
Amigo activo de sus amigos y de gente como el que fuera fundador de la Caja Rural, de Dioniso Godoy, Julio Alfredo Egea o Juan López Carvajal; veraneante temprano de Retamar, después en Aguadulce, donde se ponía el pantalón corto y se sentía libre como el viento, donde escribía y donde conversaba interminablemente sobre su Almería del alma. Lo frecuenté a Antonio en la calle Real, en Aguadulce, en el Círculo Mercantil donde acudía a jugar al dominó, en la calle Palos de la Frontera, en comidas junto al Arroyo de Celín, en bares del Zapillo, en charlas largas, donde Antonio, conversador infatigable, como el deportista que fue en su juventud, era el capitel de la memoria, un tronco con ramas junto a su esposa Rosina, que ha quedado desplegado para siempre a través de sus cinco hijos y su extensa familia. Descanse en paz.
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