Un ‘míster Indalo’ en la Argentina

El prófugo Antonio Camacho Gómez emigró por que se corrió el rumor de que venía otra guerra

Antonio Camacho Gómez (Roquetas, 1930-Santa Fe, 2023) en la vieja redacción de El Litoral, periódico argentino, en 1964.
Antonio Camacho Gómez (Roquetas, 1930-Santa Fe, 2023) en la vieja redacción de El Litoral, periódico argentino, en 1964. La Voz
Manuel León
10:43 • 16 jun. 2024

Antonio fue un niño de la Plaza de Toros de Almería, esa que se ha reconvertido ahora más en ruedo para folklóricas y rumberos que para tardes de muleta y capotazos; Antonio se crio justo ahí, en la entrada de toreros del coliseo de Vilches, cuya tapia estaba limitada por la Huerta de Frasquita. Y, claro, soñó con ser torero. Se inscribió en 1949 en un concurso taurino organizado por Radio Almería, se hizo un traje de luces en la sastrería de Fernández y esa misma tarde lo revolcaron en la arena, quedando para siempre abortada su aspiración de maletilla. Lo que no quedó malograda fue su vocación de caudaloso escritor, periodista, crítico literario y poeta, oficios que desarrolló durante más de 30 años al otro lado del charco con reseñable popularidad. Fue Antonio Camacho Gómez un virtuoso de la lengua española, de la estirpe de Fermín Estrella, que llegó a la Argentina con apenas veinte años y trabajó en varios periódicos de la ciudad de Santa Fe como El Litoral, relacionándose con figuras de todos los ámbitos de la cultura como amigo personal de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. 



Antonio hijo de un empleado de la empresa eléctrica El Chorro, nació en Roquetas en 1930, vivió también durante su niñez en Vera, donde trasladaron a su padre, hasta que se avecindaron en la capital. Estudió en el Instituto que estaba entonces en el Convento de los Dominicos y fue alumno de Celia Viñas, Francisco Sáiz y Conchita Ravel y tuvo como compañeros de pupitre a los hermanos García Ferre, el menor de ellos, Manuel, emigrante también a La Argentina como él, célebre dibujante de obras como El Libro Gordo de Petete. Con la señorita Celia, mantuvo desde Argentina, una estrecha relación epistolar y recordaba siempre las veces que la visitaban cuando se hospedaba en el Hotel La Rosa y luego Andalucía para ensayar Hamlet. Su padre era socialista pero nunca fue perseguido tras la Guerra. Durante la contienda vivió los bombardeos de las pavas alemanas, los cañonazos del acorazado Graef, las carreras a los refugios y los cortes de luz que realizaba su padre en la ciudad para no ser blanco fácil durante la noche.



El joven Antonio marchó a La Argentina en 1950 por un rumor: alguien le susurró a su madre que venía otra Guerra, justo cuando lo llamaron para hacer la Mili. Zarpo, por eso, desde Cádiz, en el transatlántico Esperanza, y llegó a Buenos aires el 12 de mayo de ese año, hospedándose en la calle Corrientes, la del tango, donde vivía su tío Luis. En el Boletín Oficial de la Provincia apareció en 1951 su nombre como prófugo en la Junta de Clasificación de la Caja de Reclutas.



Se trasladó Antonio de Buenos Aires a Santa Fe y empezó a escribir por pasión y por sus habilidades para las letras. Le ofrecieron rentar un almacén de alimentos, pero los negocios no eran lo suyo. “Yo he sido siempre un bohemio, un soñador”, solía decir el emigrante. Se graduó en periodismo en la Escuela Padre Castañeda y empezó  a trabajar de redactor en el diario La Mañana, enviando también artículos a Almería, al diario Yugo. La pasión de Antonio fue también la de ser actor de teatro, poeta y torero. Y fue, a su manera, las tres cosas.



Más tarde trabajó también en el diario El Territorio de Posadas y luego retornó a Santa Fe como redactor de la fecunda redacción del diario El Litoral, que contribuyó a reforzar. Fue en esas páginas crítico teatral, jefe de la sección de Cultura y editorialista, publicando una gran cantidad de poemarios. Fue conocido como ‘señor Flamenco’ porque nadie sabía más que él en Argentina de este arte y de sus orígenes. Eran frecuentes sus colaboraciones en el viejo Yuguillo y en La Voz de Almería, que se prolongaron durante décadas a través de cartas mecanografiadas que cruzaban el océano y que contenían las ‘Impresiones de un almeriense’ sobre la vida argentina, sobre los poemas de Martín Fierro, versos a la Virgen del Mar, Raúl Alfonsín o la feria de Almería. Antonio perteneció a la redacción de El Litoral desde 1964 a 1979, asumiendo la compleja misión de informar, de organizar el trabajo, de cargarle las pilas a los jóvenes redactores, de movilizar a los reporteros y cronistas, haciendo de cada jornada un diario nuevo. Sus compañeros le atribuían un carácter de pleno defensor de la lengua castellana, un purista acérrimo de su habla materna, no perdiendo nunca el acento cantarín de los almerienses. Publicó, entre otras obras, Las Sirenas del odio, La espantosa banalidad del mal y El polvo de la sandalia. 



Su casa de Santa Fe era como una pequeña Almería, un consulado de afectos por todo lo Indaliano, una embajada de recuerdos de niño y adolescente que no volvió a su tierra por una especie de miedo telúrico solo comprensible cuando has visto cañonazos, muertes y detenciones. El cuarto de estar de Antonio era un pequeño museo con esas fotos que congelaban sus momentos felices con su esposa Helena y recortes de periódicos amarillentos, libretas, medallas, discos de Tomatito y todo el ajuar de sentimientos que se van acumulando, como Diógenes, a lo largo de la vida de uno. La vida de un Mister Indalo, un Mister Almería, en el corazón tanguero de Santa Fe. A este Camacho almeriense nadie le contó la vida que debía vivir. Vivió la vida que quiso porque fue lo que quiso. Falleció hace diez meses con 93 años. 






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