Un antihéroe de la guerra de Cuba en Almería

A Almería llegó en 1891 un militar con un tiro en el oído que descubrió un río en Aguadulce

Pablo Clares Díaz (1843-1908) era comandante de infantería en la reserva en Almería.
Pablo Clares Díaz (1843-1908) era comandante de infantería en la reserva en Almería. La Voz
Manuel León
19:54 • 29 jun. 2024

En una escaramuza militar anterior a la Guerra de Cuba, en  Cavite, una bala le penetró por el oído e igual que entró salió, dejándole un orificio de por vida y obligándole a pasar a la reserva. Al menos así lo recordaba su nieto, el ingeniero Pablo Cassinello Clares, director de la antigua fábrica de La Celulosa.  



Pablo Clares Díaz (1843-1908) fue un personajes singular, de aluvión,  un militar de origen aragonés llegado a Almería en la última década del XIX que emparentó con la idiosincrasia indígena y se preocupó de verdad, sin veleidades ni postureos, por aportar ideas al progreso de la ciudad. Pablo Clares no fue un héroe de la Guerra de Cuba -volvió antes de que comenzaran los escarceos en 1895- pero su vida allí le sirvió para entender esa rémora en la que se había convertido la colonia española, puesto que nunca creyó que fuese posible mantener un idilio con alguien sin cariño compartido.



Cuba estaba perdida desde mucho antes del 98. Y el comandante Clares lo sabía. Allí convivió con cientos de jóvenes pueblerinos de toda España -también muchos almerienses- que iban a la isla como soldados de reemplazo, sufriendo una mala alimentación, un sofocante calor, teniendo que vivir en barracones en deplorables condiciones higiénicas  y sanitarias, sorteando enfermedades tropicales como la malaria o la difteria. Después, cuando sonó el grito de la independencia, cuando el comandante Clares ya no estaba allí para verlo pero sí para intuirlo desde Almería, la contienda cubana se convirtió en una guerra de pobres, una matanza de jóvenes reclutas a la fuerza que no tenían las 1.500 pesetas necesarias, como los hijos de los ricos, para librarse de embarcar rumbo a La Habana a pegar tiros y, en algunos casos, morir en un campo embarrado, frente a nenúfares y ranas.



Del desastre del 98 y de toda esa bajaestima que provocó en el alma española, se libró Clares, que tras el accidente en la oreja había pasado a la reserva forzosa. En 1891, con 48 años y una leve sordera, llegó a Almería, al Regimiento de Reserva número 44, junto a Enrique Castro y Ramón García, y pronto se encandiló de la ciudad uvera y minera; de la brisa yodada del malecón, de los coches de caballos, de los veladores de los cafés del Paseo y de todo ese estilo de vida al aire libre que él también adoptó junto a su esposa Matilde Guevara Pleguezuelo.



Las estadísticas del archivo de Diputación Provincial lo sitúan en esas fechas como  uno de los principales donantes de limosnas del Hospital Provincial y en 1894 le conceden la placa de San Hermenegildo como comandante de Infantería. Dado su conocimiento de leyes militares, fue requerido en numerosas ocasiones como abogado defensor en consejos de guerra. Se avecindó Pablo con su familia en una espléndida casa con jardín en la calle Arapiles, a espaldas del Casino, al lado de una vivienda de Carmen Langle, donde vivió años felices, aunque con algún infortunio como el de perder a su hijo Pablito de solo tres años en 1895.



Frecuentó la amistad del arquitecto Guillermo Langle y vivió obsesionado por la mejora de la enseñanza en Almería, tanto que formó  parte durante muchos años de la Junta de Instrucción Pública, aunque nunca quiso entrar en política local.



Clares era un teórico, más que un práctico, un tipo leído y culto, pero no un hombre de acción, a pesar de su  rango de oficial del ejército. Leía las noticias de la Guerra de Cuba, la explosión del Maine, que llegaban retrasadas a los periódicos locales, y sufría como un condenado por la sangre joven derramada en una contienda tan estúpida. 



Desde el andén de Costa veía a todos esos mozos de los pueblos de Almería que salían estabulados en vapores rumbo al matadero de los puertos del Caribe; veía cómo llevaban un petate a la espalda, cómo se despedían de sus madres y de sus novias; veía sus ojos sedientos de aventura sin poder siquiera barruntar su porvenir. 


Se aficionó Pablo, en sus últimos años de vida a escribir clarividente artículos en la prensa local; escritos adelantados a su tiempo como el de la creación de un reglamento para los productores de uva que evitara el “espectáculo bochornoso’ de los embarques de barriles, sin orden ni concierto, con peleas que acaban a veces con el brillo de las facas por embarcar antes en las gabarras. Este corajudo militar ya escribía hace más de un siglo que no se cortara la uva verde, que se regularizara la entrada y salida de vapores para no saturar mercados, que se construyeran tres tinglados sombreados en el Puerto para América, Hamburgo e Inglaterra. 


Con unos ahorros, la familia Clares se pudo comprar un cortijo en Aguadulce, perteneciente entonces a Enix, con pozo para riego, en la zona del Campo del Moro, donde se construyó después el primer hotel del pueblo. Allí, el comandante Clares, junto al propietario José Gómez, descubrió un manantial de agua aluvial, una especie de río subterráneo con origen en la sierra de Gádor, que venía a salir por la costa a cuatro kilómetros del pueblo, junto al Castillo de Los Bajos. Una comisión de Roquetas y Enix nombró a Clares portavoz de ese descubrimiento de agua dulce y él escribió al gobernador, Vicente Romero Girón y al Ministro de Agricultura, solicitando el alumbramiento y encauzamiento de ese manantial con el que poder regar toda esa llanura estéril de ocho leguas y 60.000 hectáreas entre Almería y Adra, con posibilidades de hacer un pantano. El director general de Agricultura le contestó el 15 de julio de 1906 diciendo que examinaría  la petición almeriense, pero que antes, por Real Decreto, el equipo técnico tenía que finalizar informe de la zona hidrológica de la cuenca del Tajo. Nunca se hicieron esos estudios propuestos por Clares, ni se sabe dónde está ahora ese río aguadulcino, que habría podido ser un antecedente de los pozos que empezó a abrir el Instituto de Colonización décadas más tarde. 


El gran Pablo Clares se murió de una infección pulmonar en 1908, tras urdir decenas de planes de prosperidad para su tierra adoptiva, sin tener la suerte de verlos hechos realidad. El Consejo Supremo de Guerra le asignó a su viuda Matilde una pensión anual de 1.125 pesetas. 


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