La vuelta a clase fue menos traumática aquel invierno. Acabábamos de dejar atrás las vacaciones de Navidad con esa sensación de soledad que teníamos los niños cuando pasaba el día de Reyes y había que regresar a las obligaciones.
Un año más, nos sentimos desprotegidos cuando recuperamos la cartera y los deberes, pero la proximidad de un acontecimiento extraordinaria nos regaló una ilusión para afrontar el largo y fatídico comienzo de enero. El lunes siete de enero de 1974 volvimos al colegio, pero sin tanto pesar que otras veces porque el corazón y la cabeza los teníamos puestos en ese partido de fútbol que iba a jugar el Almería el miércoles ante un Primera División.
Por primera vez en nuestra azarosa y dramática historia, íbamos a jugar en competición oficial con un equipo de la máxima categoría. Nos había tocado el Real Oviedo, que aunque no era un gigante, para nosotros, que no salíamos del pozo de Tercera División, era un grande de verdad. Aquella temporada, con Ben Barek en el banquillo, el Almería había formado un equipo compacto que generaba ilusión en los aficionados. Teníamos la base de años anteriores, en la que no faltaban futbolistas de la tierra como Rojas, Zapata, Cayuela, Maxi, Belmonte, Artero, Goros. Habían llegado fichajes de talla como el defensa libre Murcia, que sacaba el balón jugado desde atrás y el extremo Morales, que de no ser por una lesión de rodilla hubiera llegado muy lejos. Teníamos un buen equipo y lo demostraba en el campo, ilusionando a una afición que entonces estaba limitada por la propia historia de sinsabores y desapariciones y por el escenario donde se jugaban los partidos, un estadio frío y destartalado, incómodo y pequeño con un terreno de juego de tierra negra que poco o nada invitaba al espectáculo.
El número de espectadores que acudían a la Falange no solía pasar en los partidos de Liga de poco más de tres mil personas. Entonces llegó el regalo de la Copa, que entonces era del Generalísimo, y tras eliminar a Marbella, Melilla y Linares, nos tocó en el sorteo el Real Oviedo de Primera División. El partido de ida fue programado para el miércoles nueve de enero. Lo normal era jugar por la noche para facilitar la afluencia de espectadores, pero como en Almería estábamos aún en el Paleolítico y nuestro maltrecho estadio no contaba con la iluminación reglamentaria, se tuvo que jugar a las tres y media de la tarde para aprovechar la claridad del día.
Tanta expectación levantó el partido que tuvo que intervenir la primera autoridad provincial, el Gobernador civil, Joaquín Gias Jové, que emitió un comunicado oficial invitando a todos los empresarios de la ciudad a que adoptasen en sus comercios un horario flexible para que sus empleados pudieran asistir a la eliminatoria. Aquella tarde del nueve de enero de 1974 el cielo estaba encapotado. Parecía más una tarde asturiana que almeriense, pero el tiempo no impidió que la ciudad viviera aquel día como si fuera una fiesta irrepetible. El recuerdo de aquella jornada lo llevo grabado en ese rincón del pecho donde se guardan los momentos inolvidables. Con qué ilusión salimos del colegio para comernos el almuerzo de dos bocados y salir corriendo para el estadio, que había que ir andando y con tiempo suficiente para evitar colas y coger el mejor sitio. Una hora antes ya estaban llenas las gradas.
Se habló de seis mil personas apiñadas en el cemento y las supletorias que se instalaron. El Almería, que la tarde anterior se había concentrado en el modesto Hotel Costacabana, fue recibido con cohetes, que fueron el presagio de una fiesta absoluta que se vio refrendada después con la victoria local por dos goles a uno. Desde entonces, cada vez que alguien me ha preguntado qué es para mí la felicidad, le cuento lo que viví aquella tarde nublada de enero en el viejo estadio del Zapillo cuando las ilusiones de la vida y del fútbol estaban todavía intactas.
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