El día que cumplías los 18 años

A partir del año 1978 la mayoría de edad en España pasó de los 21 a los 18 años

Hubo un tiempo en que las muchachas de Almería celebraban los 18 años poniéndose delante del objetivo del maestro Luis Guerry.
Hubo un tiempo en que las muchachas de Almería celebraban los 18 años poniéndose delante del objetivo del maestro Luis Guerry. La Voz
Eduardo de Vicente
14:18 • 09 jul. 2024

Los de mi generación fuimos los primeros que nos convertimos en mayores de edad de manera oficial a los 18 años. Hasta 1978, no te declaraban adulto hasta que no cumplías los 21, aunque en realidad la infancia solía ser mucho más corta porque la necesidad apretaba y los niños tenían que saltarse las etapas a zancadas trabajando antes de tiempo o aprendiendo un oficio en edad escolar.



Las muchachas de los años cincuenta y sesenta solían celebrar los 18 años  porque aunque legalmente no eran aún mayores de edad, era la edad establecida en la tradición de las familias para que dejaran de ser consideradas como niñas. Los 18 las convertían en mujeres y muchas lo festejaban en el estudio de Luis Guerry, que era un maestro retratando a las adolescentes con esa pincelada sutil de sensualidad que requería la nueva edad. Para las niñas de la burguesía almeriense, cumplir los 18 significaba entrar en sociedad, lo que celebraban con solemnidad en uno de aquellos bailes del Casino donde las jóvenes, con sus elegantes vestidos blancos, parecían princesas salidas de un cuento. 



Después vinimos nosotros, los del baby boom, los que vivimos los primeros vientos de la Transición en pantalón corto, los primeros que tuvimos la experiencia de saborear la mayoría de edad el día que cumplimos los 18.



Llegar a esa frontera en la que te convertían en adulto de manera oficial tenía sus ventajas y sus inconvenientes. No todo el mundo estaba preparado para asumir las responsabilidades con las que te cargaban cuando pasabas a ser mayor de la noche a la mañana. 



Sentías que el niño que habías sido andaba aún revoloteando ahí dentro, revolviendo todos los cajones que se empeñaban en ordenar los adultos, pero ya no podías seguir habitando exclusivamente los terrenos tranquilos de la infancia, te empujaban a enfundarte las responsabilidades que acarreaba la mayoría de edad. 



Cumplías los 18 y ya tenías a la vuelta de la esquina el fantasma del servicio militar. Cumplías los 18 y te mandaban una carta para que te presentaras en las oficinas del Ayuntamiento para medirte y que tuvieras muy claro que uno de los primeros deberes de un hombre era servir a su patria. Con 18 años recién cumplidos, con la vida brotando en cada centímetro de tu piel, aquél trámite previo a la mili te dejaba una sombra irrenunciable en el alma.



Cumplías los 18 y te llegaba la hora de afrontar la dureza de tener que buscarte la vida de verdad, de mirar cara a cara al maldito porvenir, que tanto nos asustaba. Si no estudiabas tenías que trabajar, porque una de las frases que se repetía en la mayoría de las familias de entonces, que se encargaban de recordarnos los padres, era  aquella de “aquí no quiero vagos”. 



El cuerpo y el alma te pedían libertad para llegar más tarde, tiempo libre para disfrutarlo con los amigos y con las novias, unas cuantas monedas para compartir las cañas de los fines de semana y el cine, mientras las reglas de la sociedad te indicaban el otro camino, el del trabajo, el del sacrificio, el de la responsabilidad. 


Menuda paradoja a la que nos teníamos que enfrentar con nuestros recién inaugurados 18 años: el niño que llevábamos dentro seguía levantándose con nosotros cada amanecer, compartiendo los deseos , las esperanzas y los sueños con el adolescente que éramos, pero oficialmente nos decían que ya estaba bien de juegos y de mirar a las musarañas, que había llegado el momento de ser hombres como Dios mandaba.


Solía ocurrir entonces que tu actitud ante la vida cuando llegabas a las 18 años dependía del camino que siguieras. No eran lo mismo los 18 años del que trabajaba que los 18 años del estudiante. El trabajo te curtía, te hacía madurar antes de tiempo, mientras que seguir estudiando te permitía estirar la adolescencia al límite y no perder de vista la infancia. El estudiante seguía manteniendo su pandilla de amigos durante mucho tiempo y disfrutaba de un almanaque lleno de días de fiestas, de puentes y de vacaciones, que le permitían alargar los tiempos y tener la sensación de que la vida pasaba más lentamente.


El joven que trabajaba vivía contra el reloj. La rutina de los horarios te llevaba a una vida repetitiva donde se tenía la impresión de que el tiempo se iba volando. 

Llegar a esa edad crucial de los 18 años también tenía  sus alicientes. A la mayoría nos ilusionaba hacernos por primera vez el carnet de identidad, el salvoconducto que nos permitía presentarnos en  la puerta del cine donde estaban proyectando las primeras películas clasificadas ‘S’ y decirle sin palabras al portero “ahora me vas a tener que dejar entrar, quieras o no”. 


Ya éramos mayores de edad y podíamos llegar un poco más tarde a casa, siempre y cuando lo dijéramos con antelación para que tus padres no se preocuparan. Los 18 años  nos daban derecho a fumar sin escondernos, a tener la primera novia oficial y a creernos que el mundo estaba en nuestras manos.



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