No hay estación sin tren

Recuperamos la estación tras 25 años cerrada, pero no se puede rescatar la vida que tuvo

La estación con sus cocheros el día que la ciudad fue a recibir al boxeador José Bilbal
La estación con sus cocheros el día que la ciudad fue a recibir al boxeador José Bilbal La Voz
Eduardo de Vicente
20:18 • 11 jul. 2024 / actualizado a las 20:44 • 11 jul. 2024



No hay estación sin tren, sin esperas, sin nervios, sin retrasos, sin abrazos, sin las lágrimas de las despedidas, sin el sonido del altavoz gastado que nos anunciaba la llegada inminente de la locomotora que acababa de pasar por Santa Fe. Puede haber un edificio de gran belleza donde se vendan los billetes en una ventanilla, pero la estación era otra cosa.






La estación eran los cocheros que se sabían de memoria las horas de salida y llegada de los trenes y batallaban en la puerta por cada viajero. La estación eran los taxistas que jubilaron a los cocheros, los carros de verdura que venían desde la vega buscando los mercados de la ciudad, el vendedor de Iguales que ofrecía el cupón de la suerte a los viajeros antes de que bajaran el último escalón, el mozo que se ganaba un sueldo con las propinas a fuerza de cargar con las maletas, el recadero que mandaban los hoteles para captar clientes, el fotógrafo de prensa que hacía guardia en el andén esperando a que llegara un torero famoso o los actores de la película que se iba a empezar a rodar en Tabernas.






 La estación era un escenario remoto en medio de la vega, nuestro único punto de encuentro con la realidad exterior cuando todo llegaba en tren y el aeropuerto solo era un proyecto. La estación era un mundo de emociones para los niños que esperábamos la llegada del hermano mayor que estaba estudiando fuera y para las madres y las novias de los reclutas que regresaban de permiso después de jurar bandera.






Llegábamos a la estación una hora antes de que el tren diera señales de vida para sentir como se iba aproximando. Sonaba la megafonía del edificio y una voz de ultratumba nos iba anunciando que el Automotor ya había pasado por Gádor y que estaba a punto de asomar por el horizonte. Los niños, aprovechando el descuido de los funcionarios, jugábamos a pegar el oido a las vías para escuchar como latía el corazón de aquellos vagones que todavía estaban a varios kilómetros de distancia.


La estación era una fábrica de abrazos que tenía algo de irreal, como aquellas estaciones que veíamos en el cine. Todo sucedía en segundos: llegaba el tren, la gente se alborotaba, se abrazaba, se besaba, lloraba y dos minutos después allí no quedaba nadie, como si todo hubiera sido un sueño.


De niño me gustaba ir a la estación cuando había que recibir, pero siempre evitaba las despedidas. Prefería la alegría del familiar que llegaba a la tristeza del que se tenía que marchar. Aquel era un escenario fantástico, rodeado aún de vega y sin otro rastro de la ciudad que los coches que bajaban por la Carretera de Ronda de vez en cuando.


Recuerdo la impresión que me producía aquella fachada monumental rematada en el centro por el reloj de todos los relojes, al que cantábamos los niños de Almería de entonces en nuestros estribillos infantiles: “Que llueva, la Virgen de las Cuevas, que caiga un chaparrón, que rompa los cristales de la estación”. Luego, cuando íbamos por allí a esperar el tren lo primero que hacíamos era mirar hacia arriba para comprobar que la cristalera estaba intacta, que había resistido a la última tormenta y que su destrucción sólo ocurría en la letra de aquella repetitiva cantinela de tardes de colegio.

Ir a la estación era una aventura para los niños del centro, que sólo con pasar al otro lado de la Rambla ya teníamos la sensación de haber emprendido un viaje. Ir a la estación significaba también encontrarnos con un decorado mítico, el lugar prohibido que atravesaban nuestros hermanos mayores para  ir al instituto masculino, más allá de Ciudad Jardín, que era casi como decir el fin del mundo. Ellos nos contaban sus primeras hazañas estudiantiles cuando todas las mañanas, antes de las nueve, se saltaban las reglas y se jugaban el tipo cruzando por las vías del tren por el puro placer de lo prohibido y por ahorrarse diez minutos de  caminata.


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