Llevaba un taburete de madera gastado por los inviernos, que colocaba buscando el respaldo de una pared para que la jornada no se le hiciera eterna. Era el hombre de la cañaduz, al que perseguían los chiquillos como si fuera un Rey Mago. Aparecía por el mes de enero, con su cargamento de cañas dulces que iba colocando de forma estratégica como si fuera una de aquellas tiendas de los indios Siux que veíamos en las películas.
Su plan siempre era el mismo: encontrar el sitio adecuado en el momento perfecto, aquella plaza o aquella esquina que fuera el lugar de encuentro o el camino de paso de los niños, que eran sus principales clientes. Su presencia era un motivo de felicitad para los niños, que se alborotaban cuando a los lejos veían aparecer al hombre de la cañaduz, siempre cargado, arrastrando ese aire cansado y lejano que tenían los vendedores callejeros de aquel tiempo.
Qué placer encerraba aquella humilde caña que los chiquillos rajaban con una navaja para luego sacarle el néctar a fuerza de chupetones. Un trozo de cañaduz era un tesoro tan grande como podía ser un caramelo ‘pirulí’ de aquellos que llevaban los buhoneros, dejando un rastro de olor a azúcar quemada que llenaba las calles de un aroma denso, dulce y cálido. Detrás, llevaba siempre una procesión de niños, algunos con una moneda en la mano, y otros, la mayoría, sin más aspiración que la de saborear el perfume que destilaba el caramelo. Era el hombre del pirulí, aquél que por una perra gorda endulzaba los paladares de posguerra. “Al pirulí de La Habana...el que lo prueba repite, si su bolsillo se lo permite”, pregonaba a su paso.
Otras veces, en vez de cantar, intentaba llamar la atención haciendo sonar un silbato de caña rudimentario que en la punta llevaba una pelotilla de plástico que subía y bajaba al compás del aire.
Para Navidad, aparecía por las calles el que vendía las ‘papicas americanas’, un sencillo dulce hecho con masa de harina y coco, que embriagaba por su sabor dulce y además quitaba el hambre. El vendedor, era un hombre pulcro, que llevaba la mercancía en una cesta de mimbre, tapaba los dulces con un paño blanco y utilizaba unas pinzas para no tocarlos con la mano. Era todo un personaje, un tipo con buen humor que iba entonando una cancioncilla que decía: “Las papicas americanas, que son muy ricas y son muy sanas, y son muy buenas de comer. Al que me compre dos gordas, le bailaré”.
Como era un hombre de palabra, cuando alguien le compraba un dulce no dudaba en dejar la cesta en el suelo y ponerse a bailar, a veces tan distraído, tan ensimismado en su danza, que los golfos aprovechaban el instante para quitarle la mercancía.
En aquella amplia cohorte de buscavidas callejeros destacaban los vendedores de barquillos de canela, adorados por grandes y pequeños. Los barquilleros cargaban sobre el antebrazo sus cestas con barquillos y llevaban una ruleta en la que los compradores podían probar suerte y conquistar el sabroso botín por unas perras gordas.
Uno de los vendedores de barquillos más célebres que dio la ciudad fue Frasco ‘el barquillero’, un romántico de su profesión, uno de aquellos mercaderes que echaron los dientes por las aceras y se dejaron la salud vendiendo por las esquinas sin perder nunca la sonrisa cada vez que se le acercaba un niño. Por donde iba, solía entonar una cancioncilla para anunciar su presencia: “Salid, muchachas salid, con la perrilla en la mano, a comprar un barquillo, que lo llevo americano”.
Los barquilleros resistieron el paso del tiempo y estuvieron andando las calles hasta hace cuarenta años. Por La Almedina, pasaba a diario uno que venía desde la Plaza de Pavía tirando de su cargamento, entonando una canción con la que incitaba a los niños a la rebelión para conseguir que sus madres le compraran el barquillo. Decía el estribillo: “Niños y niñas, tirarse al suelo, romped mandiles y también baberos, porque ha llegado el barquillero”.
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