Las autoridades quisieron que los escolares estuvieran presentes en el entierro del obispo que tanto le gustaba acercarse a los niños. El anillo de don Alfonso Ródenas fue el más besado de la cristiandad y en los cerca de veinte años de mandato en Almería se puede asegurar que no hubo ningún adolescente del barrio de la Catedral y los alrededores que no se reclinara al menos una vez ante la mano del prelado para posar sus labios sobre aquella sortija bendita.
Algunos de los que besaron el anillo del obispo en vida tuvieron que pasar por el trago de besarlo con don Alfonso Ródenas de cuerpo presente. La diócesis invitó a los centros educativos religiosos a que enviaran al entierro una representación de su alumnado y que éstos se despidieran del ‘santo’ con el mayor gesto de cariño y respecto posible. Se llegaron a dar algunos casos de jóvenes estudiantes que se negaron a pasar por aquel trance, arriesgándose a las represalias de su educadores, que vinieron después.
Allí estuvieron los muchachos del colegio de La Salle, formando en una larga cola para ir pasando uno a uno delante del difunto y vivir un instante que para muchos fue inolvidable, por el mal gusto de aquella escena que les tocó representar. Hubo quien no pudo dormir aquella noche recordando ese momento en el que rozó la mano fría del prelado y puso sus labios en el gélido metal sabiendo que no iba a tener ni la recompensa pueril del caramelo con el que el señor Ródenas acostumbraba a agasajar en vida a los chiquillos que lo abordaban en la Plaza de la Catedral.
Era una tarde fría de noviembre; el sol se escondió con prisas y una capa delicada de niebla fue tomando las calles. Cuando las campanas de la Catedral dieron las cinco no había una tienda abierta en la ciudad, los coches dejaron de circular, los cines no abrieron sus puertas y los colegios también permanecieron cerrados en señal de luto.
Aquella tarde del nueve de noviembre de 1965 tuvo los silencios de un Jueves Santo antiguo. En el interior de las casas la gente hablaba en voz baja y los aparatos de radio y televisión permanecieron apagados. La muchedumbre, que a primera hora fue tomando las calles, caminaba silenciosa hacia el templo. Cuando la Plaza de La Catedral se quedó pequeña, el gentío fue ocupando las calles por las que tenía que pasar el cortejo fúnebre. Querían ver por última vez a don Alfonso Ródenas, el obispo de la gente, el religioso que se codeó con los pobres en los arrabales, el que llevó el dispensario a La Chanca y subió por los cerros del hambre como un enviado divino.
El obispo difunto había pasado la noche en su palacio arropado por los seminaristas que hicieron turnos para velarlo. A las cinco en punto de la tarde el féretro, llevado a hombros por sacerdotes diocesanos, cruzó la plaza para buscar el templo en medio de la multitud que se esforzaba por ver por última vez al prelado. El cadáver llevaba entre sus manos un crucifijo que había pertenecido a la madre del obispo y que por expreso deseo de don Alfonso fue parte de su escaso equipaje para el viaje definitivo.
Cuando terminó la misa, la procesión recorrió las calles cercanas antes de que llegara el momento del entierro. De regreso a La Catedral, el féretro fue conducido al sepulcro que el propio obispo se había ido preparando en vida en la cripta de la capilla de San Indalecio. Quería descansar para siempre junto a los religiosos que cayeron en la guerra civil.
Alfonso Ródenas García llegó a Almería el 26 de octubre de 1947 para ocupar el cargo que había dejado vacante Enrique Delgado y Gómez. En sus años de mandato, Ródenas fue un obispo de calle, un hombre práctico que quiso vivir de realidades más que de sueños. Le gustaba codearse con los vecinos, escuchar los problemas de los barrios y buscar soluciones. En La Chanca lo recuerdan como el religioso que les hizo el dispensario moderno; llevó la palabra de dios por las cuevas más deprimidas y además mandó medicinas, raciones de pan y leche en polvo, que era lo que más falta le hacía a la gente.
Don Alfonso no paraba de crear, quería movimiento a su alrededor, ver a sus colaboradores trabajando. Desde su llegada, puso especial interés en la creación de un nuevo Seminario que él mismo pudo inaugurar en 1953, en la carretera de Níjar.
Su labor fue fundamental en la construcción de la ermita de la Virgen del Mar de Torre García y en la restauración de la ermita de San Antón. Fundó el colegio Diocesano en el caserón del antiguo Seminario y fue el responsable de la creación de la Casa de Acción Católica en 1960, en el antiguo caserón de los Jover, en la calle Arráez.
La Casa de Acción Católica significó la culminación de una vieja aspiración del obispo. Don Alfonso quería tener un lugar dirigido por la iglesia, pero alejado de las ceremonias de un templo. Quería un sitio distinto para la formación de los jóvenes en su tiempo libre, un escenario más moderno, adaptado a los nuevos tiempos en los que la juventud empezaba a alejarse de los rituales eclesiásticos.
La tarde de su entierro aquellos jóvenes acudieron a la capilla de San Indalecio para despedir a su obispo y a besarle por última vez aquel anillo tan popular que pasó por los labios de media Almería.
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