Los artistas de la escoba y el carrillo

Bajo las mantas oíamos el sonido de la escoba mientras apurábamos el último sueños

Barrenderos parados frente a la actual Escuela de Arte de Almería.
Barrenderos parados frente a la actual Escuela de Arte de Almería. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
20:30 • 04 ago. 2024

Al cartero le decíamos “mi cartero”, lo mismo que al hombre que limpiaba las calles le llamábamos “mi barrendero”. Había una familiaridad que se ha ido perdiendo como se fueron perdiendo las costumbres.



Crecimos viendo al mismo cartero y al mismo barrendero pasar a diario por la puerta de nuestra casa, con aquellos uniformes que los diferenciaban tanto del resto que cuando cualquier domingo los veíamos paseando por el Parque o en el fútbol teníamos que mirarlos varias veces para reconocerlos. Habíamos interiorizado tanto sus oficios que dudábamos que aquellos funcionarios tuvieran vida lejos de las cartas y de las escobas.



Los barrenderos eran los encargados de abrir las calles a esas horas de la madrugada en las que sólo se veían a los pescadores camino del puerto y a los cargadores de la alhóndiga que estrenaban el anís y el coñac en los bares que rodeaban la Plaza



Los barrenderos pasaban a las cinco y media hacia el local de la Policía Urbana, que durante más de medio siglo estuvo situado detrás del ayuntamiento, en el mismo edificio donde tenía su sede la perrera. Era un caserón de dos plantas. Abajo estaba el cuartelillo del servicio de limpieza, donde guardaban los carros, las escobas y los recogedores, y al fondo, el patio de las torturas, con un pilón de agua donde iban a parar los perrillos callejeros. En el piso de arriba estuvo, desde 1942, la sala donde todas las tardes ensayaba la Banda de música. Cuando empezaban a sonar los instrumentos, los animales dejaban de ladrar y el aire se llenaba de la magia de aquellas notas y silencios que durante años fueron la  banda sonora del barrio.



Los barrenderos trabajaban desde las seis de la mañana hasta la una de la tarde, mientras que la Policía Urbana, que se encargaba de recoger los perros por las calles, hacía sus servicios durante todo el día. Una de las imágenes más tristes de mi infancia era ver pasar por mi calle el Isocarro con la jaula cargada de perros cautivos. Aquellos animales llevaban el miedo en los ojos y saltaban desesperados entre los barrotes de hierro, intuyendo su destino.



Los barrenderos eran un ejemplo de puntualidad. A las seis en punto pasaban con sus carros rumbo a los barrios. Había bares que abrían a las cinco de la mañana para atender exclusivamente a estos trabajadores de la limpieza. El Montenegro, de la Plaza Granero, mantuvo hasta hace veinte años esa tradición de abrir de madrugada. Cuando en los años sesenta el ayuntamiento abrió un segundo cuartelillo en la entonces Avenida Vivar Téllez, hoy Cabo de Gata, el bar de los desayunos de los barrenderos de esa zona fue el ‘Mediterráneo’, un establecimiento mañanero entre el garaje Trino y la herrería de Carmona. El nuevo cuartelillo ocupó una de las naves de Térmica Vieja, enfrente de donde estuvo la fábrica de gas, hoy convertido en un centro deportivo.



Al terminar la guerra civil hubo que rehacer el equipo de barrenderos, que fue creciendo año tras años hasta alcanzar, en 1950, los sesenta operarios y seis cabos. Al frente  del servicio estuvo, en aquellos años, Francisco Rodríguez, brigada de la Guardia Civil, y Joaquín Pardo, del cuerpo de Carabineros.



El material era todavía bastante rudimentario. Disponían de un parque móvil primitivo, compuesto por carrillos de tres ruedas donde llevaban los depósitos para la recogida, y de varios carros de mulas que se encargaban de ir recogiendo a las brigadas de trabajadores que operaban por la periferia.


Tenían un completo arsenal de escobas, hechas especialmente para los barrenderos en la fábrica de escobas ‘San José’, que el empresario Juan Giménez Martínez tenía establecida en el piso bajo del antiguo Liceo, entre la calle Real y el Hospital. 

Además del carrillo y la escoba, cada operario llevaba una pequeña regadera de zinc con la que iba mojando las calles de tierra antes de barrer para no levantar polvo.


Los barrenderos recorrían todos los días, excepto los domingos, las calles del centro y los barrios principales, pero a la periferia, a los lugares más alejados, sólo iban una vez en semana, por lo que había lugares que se convertían en auténticos estercoleros. 


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