Los últimos vecinos de la calle Hércules y la calle la Viña, los que se negaban a dejar sus casas por el precio que había estipulado el ayuntamiento, han recibido ya la orden del juzgado que les avisa de que la próxima semana deberán de dejar libres sus viviendas para que se proceda al derribo definitivo de toda aquella manzana que dejara expedito el acceso principal a la Alcazaba y a la zona del Parque de la Hoya.
La demolición, que es inminente, se llevará por delante dos rincones históricos de la ciudad: la calle de la Viña y la calle Hércules. La primera, la de la Viña, llegó a ser en sus días de esplendor uno de los caminos principales de acceso al desaparecido barrio de las Perchas. En la mima calle ejercían su oficio las mujeres de la vida y allí tenían el grifo de agua del que se abastecían cuando en las casas no tenían agua potable.
La segunda calle que pasará a la historia, la calle Hércules, tuvo una vida distinta y estuvo integrada siempre en el corazón de la ciudad, tanto sus viviendas y sus recovecos como los personajes que pasaron por ella. En los años treinta era muy conocido en la ciudad el ciego de la calle Hércules. Debió de ser uno de los últimos romanceros de los que iban por las calles contando viejas historias de amores imposibles y guerras. El poeta y archivero Bernardo Martín del Rey escribió sobre el ciego y contaba que solía frecuentar la calle de las Tiendas, cerca de la puerta de la iglesia de Santiago, donde instalaba su pequeño escenario sobre el que iba representando las leyendas que iba narrando al público que se paraba a escucharlo a cambio de unas monedas.
El ciego habitaba una casa medio deshecha por el tiempo que hacía esquina con la cuesta que subía a La Alcazaba. La vivienda era de las más antiguas del lugar y la primera que se echó abajo cuando a comienzos de los años sesenta construyeron sobre su solar el único edificio moderno que existe en la actualidad en la calle.
La calle Hércules ha mantenido su estructura de otro tiempo a pesar del progreso. A este rincón de la ciudad no llegaron las grandes construcciones, pero lentamente se fue apagando a medida que las familias fueron mejorando sus condiciones de vida y marchándose.
Fue en los años cincuenta cuando la calle vivió su época de mayor esplendor, cuando no había una sola casa vacía y era habitual encontrarse varias familias ocupando una vivienda como realquilados. En aquellos tiempos la calle llegó a tener empadronados más de un centenar de vecinos.
La calle Hércules ocupaba un sitio estratégico en el corazón del casco histórico. Era un cruce de caminos entre el barrio del Reducto y La Chanca y el centro de Almería; era además un lugar de paso para poder acceder al barrio de Las Perchas desde la calle de la Reina. A pesar de la cercanía con el arrabal de las prostitutas, los vecinos de la calle Hércules siempre presumieron de que su callejón era un lugar decente donde nunca se ejerció la prostitución.
Los vecinos del lugar mantuvieron intactas viejas formas de vida hasta hace poco más de treinta años. Era difícil encontrar un rincón en la ciudad donde la gente hiciera tanta vida en la calle. En invierno, como hacía más humedad dentro de las casas que fuera, la calle se llenaba de lumbres, de pequeños braseros que hacían las mujeres con leña. Alrededor del fuego los vecinos compartían sus penas y sus alegrías antes de que llegara la televisión. Las noches de verano la gente sacaba las sillas a la calle y si alguien no tenía ganas de hablar se quedaba en silencio para escuchar el sonido de las películas que proyectaban en la primitiva terraza Moderno, que fue el primer cine que instalaron en el barrio. Natalia Álvarez, la mujer que se ponía delante de la puerta de cine vendiendo caramelos y frutos secos con su carrillo, era oriunda de la calle Hércules.
Por mayo, siempre había algún niño de la calle que le tocaba hacer la Primera Comunión, lo que significaba una fiesta colectiva. Las familias no tenían entonces recursos para montar banquetes en bares o en restaurantes, por lo que se conformaban con preparar un pequeño convite al que acudían todos los niños de los alrededores. El que hacía la comunión solía ir de casa en casa seguido de una comitiva infantil, porque por poco que tuvieran los vecinos siempre le daban un regalo, aunque fuera una humilde moneda de dos reales.
La calle de Hércules tenía su panadería de guardia, la de Juan Bonachera Zapata, que siempre estaba abierta, en cualquier día del año, a cualquier hora del día. Tenía su maestro de escuela, don Juan Jiménez Sáez, que todas las mañanas, a primera hora, pasaba en su bicicleta para ir al colegio de la Cuesta de los Callejones.
Los vecinos de la calle iban a comprar a la esquina, a la tienda de Alberto, y se afeitaban y se cortaban el pelo en la barbería de Bisbal, en la calle Almanzor. Cuando no tenían agua en las casas, que era frecuente en los veranos, iban a llenar los cubos al patio de la perrera municipal y al cañillo de la calle de la Viña que abastecía de agua a las mujeres de la vida que habitaban las casillas que había debajo del torreón de La Alcazaba.
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