Las mil caras de la calle Restoy

Las fiestas de San Antonio abrían el verano para los vecinos del barrio

La calle Restoy el día del entierro del teniente de alcalde don Juan Montoya Martín, el 24 de junio de 1959.
La calle Restoy el día del entierro del teniente de alcalde don Juan Montoya Martín, el 24 de junio de 1959. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
20:32 • 13 ago. 2024

Nadie vio jamás la calle Restoy con tanta gente como aquel 24 de junio de 1959 cuando el féretro del entonces teniente de alcalde don Juan Montoya Martín cruzó la avenida camino de la iglesia de los Franciscanos. No cabía un alfiler en la calle ni hubo una sola autoridad municipal que no estuviera presente acompañando el duelo. Los vecinos salieron a las puertas de las casas, poblaron los balcones, las ventanas y las azoteas, en medio de un silencio que se quedó grabado para siempre en la memoria de la calle y de sus gentes.



La calle Restoy era en aquel tiempo una de las arterías más importantes de esa gran manzana que se extendía desde la Plaza del Quemadero hasta la Plaza de Toros. Antes de que estos lugares se poblaran de casas y se urbanizaran y les llegara la luz, la calle Restoy estuvo rodeada de senderos y de páramos medio desiertos que llegaban hasta el cerro de las Cruces, un territorio propicio para que merodearan vagabundos y gentes de dudosa reputación. Fue muy célebre el conocido como sátiro de la calle Restoy, que en 1915 tuvo a todo el barrio con el alma en vilo por sus continuas fechorías. Se trataba de un asaltante que abordaba de noche a las mujeres y las sometía a tocamientos humillantes. Finalmente pudo ser detenido el 30 de diciembre de 1915 después de abusar de una joven minusválida. Fue identificado como un delincuente habitual al que apodaban ‘el Mellao’.



La calle Restoy vivió su época de esplendor en los años de la posguerra, cuando llegó a estar poblada por más de trescientos vecinos, lo que demuestra la importancia de esta avenida. En los primeros años cuarenta instalaron en la calle un comedor de Auxilio Social, presidido por la imagen del Patriarca San José, que desde su repisa vio pasar por allí a todos los pobres del distrito quinto. Venían desde todos los rincones del barrio, desde las cuevas de la Rambla de Belén, desde el Hoyo de los Coheteros y de las Tres Marías, buscando el plato de sopa caliente que alimentaba sus inviernos. Por junio, en los días en los que en el distrito celebraban a San Antonio de Padua, el local se llenaba con más de trescientos pobres a los que las generosas señoritas de las Juventudes Antonianas les servían un almuerzo suculento con dos platos y postre. 



Cuánta vida corría a diario por la calle Restoy y por los callejones que la atravesaban formando un infinito cruce de caminos. El Quemadero, la Fuentecica, el barrio de la Caridad, el de la Plaza de Toros, pasaban a diario por la calle Restoy, que siempre estaba llena de gente, cuando los vecinos convivían en las aceras y el pavimento era de esa tierra pegajosa que en los veranos calmaba el camión de la regadora. 



Qué duro invierno aquel de 1941 cuando frente a la puerta del comercio de don Antonio Duro se formaban colas antes de que amaneciera; eran largas colas de madres que se dejaban el alma y se jugaban la salud al relente para que sus hijos pudieran alimentarse con aquellas latas de leche condensada que se adquirían con las cartillas de racionamiento. A veces era tanta la demanda por el hambre que la remesa de leche se quedaba corta y más de una vez tuvieron que compartir dos madres la misma lata para que sus hijos pudieran comer.



La calle contaba con la tienda de Duro, con el comercio de ultramarinos de la señora Encarnación Pozo, donde venían desde todos los barrios a comprar el alpiste para los pájaros, y con la farmacia del señor Espinar, con la rebotica donde el practicante ponía las inyecciones



No había una sola casa vacía entonces y las familias numerosas se acostumbraban a la estrechez de las viviendas humildes en una época en la que en tres habitaciones se apañaban el matrimonio, los hijos y los abuelos, que también eran una parte más de las casas. La calle se convertía en un enjambre de muchachos y muchachas cuando en las noches de verano la gente sacaba las sillas a las puertas a tomar el fresco. Se hablaba, se jugaba, se cenaba y se dormía cuando llegaba la madrugada. 



Casi todos los vecinos eran gente sencilla, trabajadores que sobrevivían con la ley del máximo esfuerzo. Allí vivía José Jurado, que era escribiente; el camarero Diego Granados; el panadero Anselmo García; la modista María Bretones, que siempre tenía la casa llena de mujeres y de trapos; doña Fuencisla García, que era maestra de escuela y una institución en la calle; la señora Adelarda Barrios que vendía Iguales por todos los rincones del barrio; José Rodríguez el carbonero principal; Pepe Sánchez, el barbero; Juan Antonio Salvador, que era un maestro poniendo las inyecciones, con tanta habilidad en las manos que el paciente nunca se llegaba a enterar del mal trago del pinchazo. 


Para las fiestas de San Antonio, la calle Restoy se engalanaba con farolillos y las bombillas fundidas de las esquinas se cambiaban, y los vecinos regaban y barrían sus puertas para adecentarlas. Las verbenas de la calle Restoy eran ya muy célebres en Almería en los años treinta y estaban consideradas como unas de las más concurridas de la ciudad. 


Aquella noche llegaban desde todos los rincones los carrillos de los vendedores ambulantes: el turronero con su cargamento de dulces; el hombre de los garbanzos tostaos y las almendras; el buhonero que vendía globos y hacía pajaritas de papel para los niños, y el heladero que cada año aparecía por San Antonio con el verano debajo del brazo.


Temas relacionados

para ti

en destaque