El muchacho que llevaba los repartos

Casi todas las tiendas de barrio tenían su repartidor para servir a domicilio

Juan Álvarez era el muchacho que se encargaba de llevar los repartos a las casas de los clientes en la tienda de  ultramarinos de la calle Castelar
Juan Álvarez era el muchacho que se encargaba de llevar los repartos a las casas de los clientes en la tienda de ultramarinos de la calle Castelar Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
20:23 • 19 ago. 2024

Las tiendas importantes tenían sus repartidores, muchachos a sueldo que se encargaban de llevarle al cliente la compra hasta su casa



En los comercios familiares el reparto era una tarea que recaía directamente en los hijos del dueño. Había quien le llamaba ‘la nota’ porque el encargo se iba apuntando en un papel, género por género, que se iba tachando con una cruz a medida que se iba completando.



Para los hijos de los tenderos llevar el reparto a la casa de un cliente era siempre motivo de fiesta porque tenías la oportunidad de obtener un beneficio extra. Las clientas generosas solían dejarte una buena propina. Recuerdo, allá por los primeros años setenta, la alegría que sentías cuando recibías un duro por el mandado. Con cinco pesetas eras capitán general y si  tenías la suerte de que en otra casa te dieran otras cinco, te llevabas un sueldo al bolsillo porque con diez pesetas tenías el mundo en tus manos.



En Navidad, cuando ibas a llevar un reparto a una familia, además de la propina reglamentaria te podía tocar el premio de un mantecado o unas peladillas, que entonces era costumbre que formaran parte del salón principal, expuestas en una bandeja festiva. Los niños tenderos preferíamos las cinco pesetas, ya que los dulces los teníamos tan cerca en nuestro negocio que no nos llamaban la atención.



Uno de los negocios que sigue manteniendo la figura del ‘muchacho de los recados’ es ultramarinos San Antonio, en la calle Castelar, que en gran medida basa su éxito en el comercio cercano, en la atención casi íntima con el cliente. En los años cincuenta, la tienda que fundó Enrique López Andrés era ya una de las más acreditadas de la ciudad en el comercio de ultramarinos. A pesar de las escasas dimensiones  del local, contaba con un equipo de cinco empleados, donde además de los dependientes y de los muchachos que hacían los recados, destacaba la figura de un contable que ponía en orden los números a fin de mes.



En 1952 llegó a la tienda un joven de 15 años, Juan Álvarez Criado, con ganas de comerse el mundo y llevar el primer sueldo a su casa. Entró como aprendiz, que en aquellos tiempos significaba hacer un poco de todo: lo mismo despachaba detrás del mostrador en las horas de más venta, que se ponía con el teléfono para anotar los pedidos o se subía en la bicicleta para llevar los repartos por toda la ciudad. Sus medios de transporte eran limitados, o la bici o un carrillo de tres ruedas cuando el encargo era mayor.



En el carrillo llevaba todas las semanas el cargamento de aceite, harina, alubias, garbanzos y lentejas para abastecer el comedor del Preventorio, el centro sanitario del camino de Ronda donde ingresaban a los niños con los pulmones heridos. A pesar de que se trataba de un largo viaje, a Juan le gustaba mucho ir al Preventorio porque cuando llegaba  con el cargamento de sacos, el cocinero siempre le tenía preparado un bocadillo de carne o de atún, que en  aquellos tiempos eran un manjar exquisito.



La casa de López Andrés le servía también a la Escuela de Mandos de la Sección Femenina y a familias principales de Almería, de las que vivían en el Paseo. Juan Álvarez le llevaba el pedido a la casa de don Emilio Pérez Manzuco, a la del doctor Verdejo Vivas, a la de don Antonio Oliveros, el dueño de los talleres de mecánica y fundición del andén de la Rambla, a los dueños de la joyería Regente y al conocido terrateniente Luis Carretero Cuenca


La tienda  de la calle de Castelar suministraba también los víveres de los campamentos juveniles de Falange que se organizaban todos los veranos en distintos puntos de la provincia. 


Se pasaba el día de un lugar a otro, siempre cargado con la bicicleta o con el carrillo, con la esperanza de que alguno de los buenos clientes recompensara su eficacia con una digna propina. 


A veces, cuando más grandes eran las expectativas, cuando iba soñando por el camino con una suculenta moneda de dura, se encontraba con que el parroquiano rico le ponía en la mano una humilde peseta. 


En Navidad había que echar horas extras porque era tanto el trabajo que a veces no podían cerrar para el almuerzo y permanecían abiertos hasta bien entrada la noche. Don Enrique, el dueño, montaba entonces un escaparate lleno de tabletas de turrón, chocolate mazapán y peladillas, y el techo de la tienda lo llenaba de jamones y de chorizos de Cantimpalo, que colgaba de una barra del techo. En esos días, el empleado no paraba de hacer recados y cuando llegaba a la tienda se tenía que meter detrás del mostrador para echar una mano despachando.


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