Contaban con nosotros, con los niños y con la juventud, para que encarriláramos nuestro tiempo libre a través del deporte, que era salud, pero después, si queríamos jugar al fútbol o correr, teníamos que hacerlo en el primer descampado que encontrábamos u organizar carreras subiendo y bajando el cauce de la Rambla.
Sí, contaban con nosotros para que fuéramos mejores gracias al deporte cuando en Almería un chándal era solo patrimonio de los hijos de las familias pudientes, una bicicleta era un artículo de lujo y un balón de cuero el sueño que mirábamos delante de un escaparate.
En 1967 más de la mitad de los hogares de Almería tenían su correspondiente televisor en el salón de la casa, y en su terrado, la antena orientada hacia el poste repetidor para poder captar la señal con la mayor nitidez.
La tele nos acercó a otros deportes que apenas conocíamos, que no eran el fútbol, que ya lo teníamos a grandes dosis cuando sólo había aparatos de radio. Aquel año la tele nos trajo las retransmisiones de atletismo, el campeonato del mundo que ganó la española Pepita Cuevas en carreras sobre patines, la victoria de Pepe Legra en el combate por el título europeo y las hazañas de los tenistas españoles en la Copa Davis. Un año con tantos éxitos deportivos no podía ser desaprovechado por la Delegación Nacional de Educación Física, que en ese mismo 1967 puso en marcha un eslogan que formó parte de toda una generación de jóvenes. La frase escogida fue ‘Contamos Contigo’, y se hizo tan popular como el anuncio del Cola Cao.
‘Contamos Contigo’ era una invitación de nuestros gobernantes a que hiciéramos deporte y para llegar a nuestras conciencias repetían a diario el anuncio por televisión y nos llenaron la ciudad de vallas con el pegadizo eslogan.
Contaban con nosotros cuando no teníamos una sola pista deportiva donde poder dar patadas a una pelota y no nos quedaba más consuelo que convertir las calles y las plazas y hasta el cauce de la Rambla, en improvisados campos de fútbol, pobres y destartalados. Contaban con nosotros para el salto de vallas, según el dibujo del anuncio, cuando el ejercicio más parecido que conocíamos era el de trepar por las tapias de los solares para apedrar ratas. Contaban con nosotros para el ciclismo, cuando todavía montábamos aquellas bicis inmensas con el cuadro de barra, que en muchas casas se utilizaba como el vehículo oficial de la familia. Contaban con nosotros para la natación cuando la única piscina que habíamos visto, por llamarla de algún modo, era la balsa de los Cien Escalones cuando íbamos de excursión a la Molineta. Contaban con todos nosotros para el salto de altura cuando lo más alto que habíamos elevado las piernas era para imitar a las niñas cada vez que se ponían a jugar a la comba.
Al que se le ocurrió la idea del ‘Contamos Contigo’ podrían haberlo traído a dar una vuelta por Almería, para que conociera sobre el terreno las instalaciones con las que a finales de los años sesenta contaba la muy antigua e ilustre ciudad de Almería. Es verdad que se había puesto en marcha un proyecto ambicioso para que tuviéramos una piscina con sus calles reglamentarias, sus trampolines y sus duchas para que los jóvenes no tuvieran que demostrar sus habilidades acuáticas tirándose de cabeza a las turbias aguas del puerto, pero la piscina tardó tanto en ser una realidad que cuando se inauguró ya se había hecho viejo el eslogan.
El lugar elegido era el escenario perfecto, unos terrenos con más de diez mil metros cuatros de superficie entre la Avenida de Vivar Téllez (hoy Cabo de Gata) y la playa, en cuyo solar había estado funcionando un campo de fútbol de posguerra que fue conocido en la ciudad como ‘el campo del gas’.
Como suele ocurrir en Almería, el proyecto se alargó más de lo previsto y las instalaciones tardaron cuatro años en estar terminadas. La obra estrella fue una pista polideportiva y sobre todo, la piscina olímpica de cincuenta metros de longitud.
Cuando el ‘Contamos Contigo’ invadió nuestras teles seguíamos jugando al fútbol en los solares, en la arena de la playa y en el maltrecho estadio de la Falange, que era nuestro particular potro de tortura del que salíamos con las rodillas rotas y con los cuerpos tiznados de esa arena negra tan peculiar que tenía aquel recinto con aires playeros.
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