En algo hemos cambiado: la playa no se cierra cuando termina la feria. Menos mal. Porque la feria ya es historia y aún queda agosto. Es lunes, se fue la magia inexplicable de la noche que todo lo tapa y el sol mañanero descubre los trucos en los que se guarece el misterio de las veladas de olores y ruidos.
Sucede que el Salinas ha guardado su pan y sus salchichas hasta mejor vida. Pero allí, en aquella explanada un poco mesetaria, aún huele a pinchito. Y a algodón. Y a hamburguesa. Y a orín huele. Y a turrones de Navidad. Y a coco natural bañado en agua que va y viene. A patatas asadas, volcanes de cosas varias. Huele a gofre con nata. Y a buñuelo aceitoso. A aceite de churros. Hay un tufo a vino que fue. Por donde las casetas de adolescentes frenéticos la fragancia son efluvios de horas que parecían sin mañana.
Por allí pasea el caminante en busca de algún indicio de la feria fugada. Ronda por las calles de las tómbolas. Centenares de papelillos, vestigio de la finitud de los fastos, dan color al asfalto. Atrás quedan las voces inconexas, el ruido de las atracciones, el rumor de las mil y una músicas. La Potra Salvaje, de lo más escuchado, se funde con lo último de Omar Montes, algo de techno, de David Guetta y reguetón y perreo, con Karol G al poder. Cada cacharrico compite con el vecino en decibelios, de manera que, si no estás al corriente de por dónde transitan los tiempos musicales, ya se encargan los megáfonos de ponerte al día.
La música se fusiona con la voz en off de los locutores o speakers de las tómbolas. Quedan menos que antaño en el recinto ferial, pero siguen ejerciendo con astucia. De día duermen a pata suelta porque diez días tronando con la garganta es un desgaste. Suena ‘El 8 campeón... de la competición’, también un clasicazo, y, aunque ya no hay perritos pilotos ni chochonas –antítesis poligoneras de las muñecas pijas-, esos tipos y tipas siguen siendo prestidigitadores de la palabra, seductores que te convencen de que aquel radio-casette que ves allí, que tal vez no funcione, debe ser colocado en tu librería. Porque la tómbola es un soniquete que no debería perderse. Es magia nocturna y noctámbula. Esos locutores trashumantes, un poco excéntricos, que siempre tienen secretario, van desapareciendo poco a poco. Perdida la inocencia, se los traga la modernidad.
La feria es un gran experimento social. A un lado, la algarabía de los niños, los abuelos que ponen la billetera con los recuerdos de la feria del puerto y la mirada primeriza de los padres jóvenes –treintañeros, claro- en las atracciones más románticas: los cochecicos chicos, la noria chica, los caballicos, los ponys de plástico. Siguen de pie las tómbolas enanas de los patitos. Una abuela.
-Venga, mi niña. Te quedan 15 patos. Ya verás qué suerte tenemos.
Una madre. La de la niña.
-Dale 10 euros y que pague el regalito.
Luego caminas unos metros y el gusano loco pone a prueba la salud del estómago, lleno tal vez de morcilla o de sobrasada o de grasas varias. Está allí, en la transición que va de los mocosos a los polluelos reguetoneros. Es otra feria. Los padres se han esfumado. En el hábitat de los adolescentes, los críos se parodian a sí mismos en pandilla, a unos diez o quince metros de los viejos, de tal modo que parecen libres pero no lo son.
Por allí se ven otras cuadrillas modernas: bandas de padres de críos que hacen quedadas para que los hijos no se aburran solos, gentes de toda estirpe –de Aguadulce, del Puntal de Lubrín, de Los Llanos de San Antonio y de Dios sabe qué sitios- que casi no se conocen pero que deben poner buena cara para que los niños sigan perteneciendo al tropel. Esa caterva de madres y padres reúne artificialmente a pijos, cortijeros, maestros, parados, simpáticos y estreñidos. Empiezan la noche mirando el móvil a ver si escampa pronto pero, conforme avanza aquello, los vinillos dulces y alguna rumba de esas que suenan todos los años hacen su efecto, de tal suerte que las criaturas empiezan a ver conexos puntos de unión, aparecen sonrisas inesperadas y hay quien se atreve, en un glorioso acto de fe, a ponerle fecha a otra quedada pintoresca.
-¿Pago yo con tarjeta y me hacéis un bizum? ¿O qué?
-Como quieras, pero no tengo tu teléfono. Lo tiene mi hija.
-Toma, por si quedamos un día de éstos. Que digo yo que esto habrá que repetirlo.
El receptor del mensaje se hace el sordo, pero de poco le vale. Su mujer.
-Sí, por supuesto. Que el verano es muy largo y los pobres niños se aburren.
El que se había hecho el sordo mira el móvil en espera de ayuda. Sabe que no será la última quedada con los desconocidos padres de los pandilleros hijos. Y sabe que, estoicamente, deberá representar el papel de tipo integrador, inclusivo, campechano, cordial y abierto a las sorpresas de la noche. Sabe también que ha de evitar el mal rollo:
-Yo es que de fútbol no hablo –dice el señor, que acaba de mirar la última hora de los fichajes del Barça en un diario deportivo.
-Haces muy bien. ¿Tú eras del Madrid, no?
-Del Almería, hombre.
-Ah, pues no veas el palo este año.
-Sí.
-¿Otro vinillo moscatel?
-Ah, no. Tengo que conducir.
-Y yo también. Los civiles no están hoy en eso.
-No, déjalo. Te lo agradezco.
Vuelve el señor a mirar el móvil en un indisimulado ejercicio de disimulo. La mujer, mientras, bailotea en compañía de dos otras dos señoras que, por supuesto, acaba de conocer.
-Mi hijo lleva desde los cinco años en una academia de inglés.
-Es que es lo mejor. ¿Tiene ya el B1?
-No, tiene el A2, pero es un lince.
-Vaya que sí.
Se fue la feria. También se fue Melquíades, aquel medio feriante y medio inventor que visitaba Macondo cada mes de marzo para ver a los Buendía. Atrás quedan los loros pintados y los imanes de tierras lejanas y el jarabe para hacerse invisible. Sin embargo, algo de esto hay en la feria. Aún hoy. La Feria es la sombra de lo que fuimos: el niño que sale al encuentro de la vida cada mes de agosto.
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