Volver a la escuela nos colocaba al borde de la depresión, asomados a ese abismo que se nos aparecía después del verano para mostrarnos que la vida no era un camino de rosas, que lo bueno se terminaba pronto, que las malditas obligaciones estaban siempre al acecho y que estábamos condenados a asumirlas si de verdad queríamos ser hombres y mujeres de provecho.
Volver a la escuela era como empezar de nuevo y cuando llegabas el primer día a clase tenías la sensación de ser un debutante. De poco servía la experiencia acumulada, cuando se terminaban las vacaciones y te presentabas en el colegio sentías la soledad del principiante y un enorme vacío te inundaba el pecho, como si de pronto tuvieras un desierto por delante. En cierto modo, para muchos de nosotros, niños de los años sesenta y setenta, la escuela significaba esa travesía del desierto que nos dejaba en el alma una huella imborrable, un rastro para toda la vida.
Volver a la escuela nos convertía de nuevo en rehenes del despertador, en hijos de un orden que habíamos ido perdiendo durante el verano cuando éramos tan dueños de nuestro tiempo que no nos importaba madrugar. Tal vez por esta razón nos costaba tanto levantarnos en un día de colegio y sin embargo no dudábamos en saltar de la cama a primera hora el primer día de vacaciones. Sí, el tiempo de las vacaciones lo manejábamos nosotros lo que nos convertía en dueños de un tesoro impagable que nos situaba a la altura de los dioses.
Pero llegaba ese día del regreso, el día de la cartera, del lápiz y la goma, el día de estrenar la ropa de septiembre, el día del bocadillo que olía a las manos de tu madre y a la despensa de tu casa y que cuando llegaba la hora de comértelo a media mañana te evocaba todos los momentos felices que se habían quedado atrás y que jamás volverían a repetirse.
Volvías a la escuela con la piel reluciente del sol y del salitre, con los placeres del verano revoloteando en la cabeza, con el ruido del último cohete de la Feria todavía presente, con el recuerdo de la mirada de aquella niña que durante tres meses habíamos amado en silencio.
Volvías para reencontrarte con los deberes y también con los castigos. Nosotros, tan amigos de coleccionarlo todo, desde chapas de refrescos y cervezas, hasta los cromos de temporada, también fuimos coleccionando castigos en nuestro periplo estudiantil. Volvíamos a la escuela calientes del largo verano y no tardábamos en quemarnos del todo cuando el maestro sacaba la vara. La pedagogía de aquellos años contemplaba una amplia lista de golpes: guantazos, pescozones, pellizcos de monja, tirones de oreja y de patillas, morrillazos, apretones de nariz y hasta las humorísticas patadas en el trasero que hacían reir a toda la clase. Si una bofetada era una cosa seria, un punto y a parte que dejaba en silencio a la concurrencia, una patada en el culo provocaba el efecto contrario, como si estuviéramos asistiendo a un número circense. En cierto modo, nos gustaba que el profesor nos despachara con un puntapié porque aquel gesto lo humanizaba, lo bajaba de la tarima y lo situaba a la altura de los niños.
De todos los castigos, el más popular era sin duda el del palmetazo. Todos pasamos alguna vez por delante de la vara de madera por no atender o no hacer la tarea o por la variante de la regleta en los dedos que se solía emplear en casos más importantes como armar follón mientras el profesor estaba explicando.
Cuando en el momento de la lectura colectiva te tocaba seguir leyendo y estabas tan despistado que habías perdido el hilo, el castigo era siempre la vara, ponerte delante del maestro y recibir tu merecido en forma de golpes. Si eran diez, cinco en cada mano para compensar el daño. Solía ocurrir que había niños escurridizos que desafiaban la autoridad quitando la mano y esquivando el palmetazo, lo que agravaba aún más el castigo y aumentaba el número de golpes.
En todas las clases destacaban los valientes, los que se enfrentaban a la pena con media sonrisa en los labios y con mirada desafiante. Colocaban el brazo recto, como diciéndole al profesor “aquí me tienes” y encajaban cada golpe sin pestañear, como si le estuvieran poniendo en la mano un caramelo. En el lado contrario estaban los cobardes, los que ponían la mano y la retiraban pidiendo clemencia en voz alta antes de empezar a llorar.
Si el maestro no tenía ganas de vara empleaba otros métodos que llamaban menos la atención y resultaban menos agresivos. Era habitual castigar poniendo de rodillas al reo en un rincón de la clase con los brazos cruzados para que la penitencia pareciera más realista. Estar de rodillas te cansaba, pero te libraba de las preguntas del maestro y de los deberes.
Uno de los castigos que menos nos gustaban a los niños era el de darle vueltas al patio durante el recreo mientras los demás se comían el bocadillo o le daban patadas a una pelota, aunque no era comparable con la pena de tener que quedarse en la escuela después de clase. Quedarse castigado a deshoras era la condena mayor. Qué sensación de destierro te invadía cuando a las cinco de la tarde tus compañeros recogían y se marchaban entre voces y juegos. En esos momentos el aula caía sobre tu cabeza y te sentías perdido como un náufrago entre aquellas paredes deshabitadas, mirando de reojo al Cristo que desde el crucifijo de madera parecía decirte: “Esto te pasa por bueno”.
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