El taxista de los emigrantes almerienses a Cataluña

El hijo del carbonero de la calle Real cargaba maletas y sueños en su 1.500

Francisco Hernández, agachado en cuclillas, con un cigarro en la mano, junto a unos clientes. Al lado se ve un antiguo surtidor de gasolina.
Francisco Hernández, agachado en cuclillas, con un cigarro en la mano, junto a unos clientes. Al lado se ve un antiguo surtidor de gasolina. La Voz
Manuel León
19:36 • 07 sept. 2024 / actualizado a las 20:25 • 07 sept. 2024

Con Rafael Farina o Perlita de Huelva sonando en la radio del Seat 1.500 y un botijo de agua fresca a su vera, hizo miles de viajes y millones de kilómetros hasta la Cataluña de las chimeneas fabriles. Transitaba entonces el almeriense por las carreteras polvorientas del Tardofranquismo, dejando atrás el infernal tramo del Perelló, los fielatos y aquellos cortijos en la orilla de los caminos que empezaban a deshabitarse por la emigración del campo a la ciudad.



Fue Francisco Hernández Martín (1933-2012) el taxista de los emigrantes almerienses a las fábricas de galletas, de lejías o de tejidos; el auriga fiel que, sin pereza ninguna, cargaba y descargaba familias y sueños de progreso, día tras día, noche tras noche, cuando en llegar a Barcelona, desde la Plaza Circular, se tardaban 12 o 14 horas de reloj; fue también el heraldo que llevaba a Tarrasa o a Sabadell o a Manresa las noticias de la familias que quedaron en el pueblo.



Nació en la calle Real, hijo de Juan el Carbonero y María Gabriela Martín, un matrimonio oriundo de Fondón que había sacado adelante a ocho hijos con una tienda de verduras y una carbonería junto a la Plaza Masnou.



Su padre, al que llamaban también Juan el Secretario en su tierra natal, había emigrado a la capital huyendo del trabajo en las minas de plomo de Castala y de la temida silicosis.



Francisco Hernández, con 17 años empezó a trabajar de aprendiz en el garaje de Trino. Allí asimiló los secretos de la mecánica y lo alternaba ayudando a su padre con la carbonería, repartiendo picón y el cisco por las casas del barrio para cocinar y calentar las casas en invierno.



Allí mismo, junto a los sacos de carbonilla, empezó también a arreglar mobilettes a cambio de unas monedas. Después se fue a la mili por Marina a Canarias y durante dos años estuvo navegando en el Tociño hecho un brazo de mar. Al volver licenciado no se lo pensó y compró su primer taxi, un Primus austriaco y la licencia 39 con parada en la calle Lachambre. Se casó con Antonia García Rodríguez en 1963 a la que había conocido en un convite de bodas en Viator.



Se fueron a vivir a la calle Canga-Argüelles, más allá de la Rambla, cuando aquello era aún el extrarradio de la ciudad. No tenía paciencia, sin embargo Francisco, para esperar clientela estabulado en la parada, agarrado al volante, a ver si sonaba la flauta. Prefería dar vueltas y vueltas, bajarse al puerto a la llegada de los barcos o acudir a cualquier carrera que se le presentara de los pueblos de la vega. Empezó a aceptar viajes a Barcelona con los emigrantes, unos que iban y otros que regresaban.  Hasta que se convirtió en costumbre ir a Cataluña dos o tres veces en semana. Cuando llegaba a su casa, hacía la puesta a punto y se acostaba un rato hasta el día siguiente. 



Nunca tuvo percances de importancia, tan solo una vez que se llevó por delante a un mulo que tiraba de una carreta por un pequeño descuido. Generó así Francisco una corriente espontánea de viajeros de Almería a Barcelona que empezaba a preferir su esmerado y puntual servicio, por un poco más de tarifa, antes que los trayectos en los desvencijados vagones del tren.

 

El punto de salida era la Plaza Masnou, el edificio de lo que sería después el Pedra Forca, donde Francisco había habilitado un pequeño garaje. 


La llegada estaba en el garaje Atarazanas de la Ciudad Condal, que se convirtió también en una informal agencia donde la gente acudía a apuntarse para reservar viaje con Francisco. Tanto prosperó la ruta, que el hijo de Juan el Carbonero decidió aliarse con otros dos compañeros taxistas -Luis y Manolo el Tomate- para mantener bien cubierto el servicio, sin decir a nadie que no, durante todos los días del año. 


Era un acuerdo verbal, sin necesidad de papeles, con el solo gesto de darse la mano sobraba todo lo demás, como los viejos tratantes de ganado. 


En esos tiempos de préstamos al 20%, Francisco se compró el 1.500 que cortó y empalmó para meter dos asientos más en el centro. Después, sus socios le vendieron la parte y así nació Frahemar, que se convirtió en una empresa de autobuses. Primero compraron   la furgoneta Tempo, después un Avia y dos autobuses Juliá de segunda mano, pero muy guapos, hasta los más de 30 que suman en la actualidad. 


Los hijos empezaban a pegarse también al negocio y Francisco fue dejando poco a poco el volante, auxiliado por su chófer de confianza, Juan Cano Arnedo.


Frahemar fue prosperando con la concesión de la ruta de Alboloduy junto a la de Carboneras, con el transporte de los 700 trabajadores de la Michelín, con las rutas escolares de Canjáyar, Alhabia y Ohanes; llevando a mujeres a los mercados con sus bolsas de guita y al mozo a ver a su moza del pueblo de al lado, a los músicos a tocar en las fiestas del patrón y a los  curas, que iban en sotana, de parroquia en parroquia diciendo la misa del domingo.


Hoy, más de medio siglo después de aquellos primeros viajes de esforzados emigrantes a la Cataluña industrial, con el maletero cargado de embutidos y de pijamas de franela, con el alma repleta de sueños, el espíritu del hijo del carbonero de la calle Real sigue intacto en la Rambla Federico García Lorca con el servicio de transportes en manos de sus descendientes. 


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