Vacilón es una palabra que ya apenas se usa y que hace cincuenta años se puso de moda entre la juventud para nombrar a aquellos personajes urbanos que les gustaba destacar del resto con una actitud que rozaba siempre la chulería.
Vacilón se podía utilizar como adjetivo, pero cuando el personaje era auténtico, cuando ejercía de vacilón constantemente, la palabra pasaba a tener el valor de un sustantivo y acaba siendo ‘el vacilón’.
Todos conocíamos en nuestro barrio al vacilón oficial, aquel individuo que nunca pasaba desapercibido, el que destacaba en el grupo en los momentos complicados, el que se crecía ante las adversidades, el que sacaba el pecho un palmo cuando se cruzaba con el grupo de niñas que venía del instituto, el que jamás renunció al último cigarrillo de la noche en el tranco de un bar ni a una partida de futbolines contra el que mejor jugaba de la pandilla adversaria.
El vacilón era el Travolta del barrio mucho antes de que apareciera la figura de John Travolta. Tenía su manera particular de moverse, de contornear el cuerpo cuando iba caminando: solía balancearse con ritmo cansado, y tenía sus gestos bien aprendidos, como un comediante.
El vacilón fumaba Sombra o Ducados, pero en las noches de Feria, cuando la ocasión lo requería, subía un peldaño en el escalafón social y se compraba su paquete de Marlboro para lucirlo en los coches de choque. Eso sí, que nadie le pidiera un cigarro, que aquel paquete de rubio formaba parte de su indumentaria. Haciendo roscos con el humo era un campeón y nadie lo igualaba echando el humo por la nariz.
El vacilón se comía el mundo cuando llegaba la Feria y sacaba todo su reportorio. Te lo podías encontrar a menudo en la caseta del tiro, guiñando el ojo como Gary Cooper en ‘Solo ante el peligro’, derribando palillos de dientes con la escopetilla de perdigones. Como vacilaba después por el Paseo cuando iba luciendo la botella de Tío Pepe o la bufanda del Real Madrid que había ganado con su buena puntería.
Dónde más destacaba el vacilón era en los coches de choque. Qué estilo tenía en los instantes de espera, cuando apoyado sobre la barra exterior aguardaba que le llegara su turno con un cigarrillo entre los labios, inspeccionando el terreno con mirada de halcón y moviendo la cintura al compás de la música que retumbaba en los altavoces. Por él se hubiera subido con la atracción en marcha, pero el muchacho que vigilaba lo tenía sentenciado.
El vacilón dominaba los coches de choque como si hubiera nacido en uno de ellos. De haber existido el oficio de conductor de coches de choque se hubiera hecho millonario.
Cuando sonaba la sirena y llegaba el cambio de turno, el vacilón saltaba como un resorte a la pista para que nadie le quitara su coche, al que le tenía cogido el tranquillo. Era un tipo realmente feliz cuando por fin se acomodaba en su asiento y se sacaba el manojo de fichas del bolsillo para que el viaje fuera eterno.
Qué manera de sentarse, siempre un poco ladeado para poder abordar con libertad al coche donde iban las muchachas que le gustaban. Qué manera de conducir, nada de hacerlo con las dos manos como era lo preceptivo. Al vacilón le sobraba con una mano para manejar el volante y la otra la utilizaba para el cigarro y para hacer gestos.
Era un competidor nato, tenía que demostrar continuamente que iba sobrado, que era el mejor, y así, en su fantasía, acababa creyéndose que aquella morena de ojos oscuros por la que todos suspiraban estaba loca por sentarse de copiloto con él.
El vacilón crecía tanto en una noche de Feria que llegaba a tocar el cielo sin necesidad de subirse en la noria. Sentía que todas lo miraban, que era la envidia de los muchachos cuando se trataba de jugar a ser valiente. Nadie se peinaba la melena con más estilo que él, con qué clase se sacaba el peine del bolsillo, junto a la cartera, y cómo se la retocaba cuando pasaba delante de un espejo.
El vacilón marcaba el paquete como nadie, en aquellos Lois vaqueros que parecían hechos para él, con la bragueta un tanto descolorida de tanto rozarse. Porque el vacilón tenía la costumbre de tocarse, en un gesto que acentuaba su autoridad testicular. Y cómo le quedaba la camisa, abierta siempre a la altura de los pectorales para mostrar su condición de ‘pecho lata’ que alcanzaba cotas épicas si era de los que podían presumir de tener pelo en el pecho. En medio de la espesura del vello destacaba como un tesoro la cadenilla de oro que le había comprado su vieja el día que cumplió la mayoría de edad.
El vacilón era un tipo duro con sus colegas y un sentimental cuando se quedaba solo en el cine y lloraba por cualquier cosa. Su dureza la exhibía en grupo, en las puertas y en las barras de los bares y en las salas de los juegos recreativos, donde era un fenómeno sacando partidas de la máquina, donde nadie era capaz de ganarle al futbolín ni de hacerle un juego al ping-pong.
El vacilón ejercía su oficio con vocación y parecía haber nacido para eso, hasta que un día se le cruzaba en el camino una muchacha de la calle de al lado y le cambiaba el rumbo.
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