La Plaza Vieja y sus escalerillas

La escalera se hizo famosa en 1965 cuando rodaron allí escenas de una película

Las escalerillas de la Plaza Vieja decoradas para el rodaje de la película Mando Perdido en el verano de 1965.
Las escalerillas de la Plaza Vieja decoradas para el rodaje de la película Mando Perdido en el verano de 1965. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
21:03 • 29 sept. 2024 / actualizado a las 21:07 • 29 sept. 2024

Las escalerillas de la Plaza Vieja eran un pasadizo que comunicaba los soportales con la calle del Pósito que aparecía en el flanco norte. Durante décadas, aquellos escalones de piedra permanecieron anclados en el tiempo, tan desgastados por la erosión como por el abandono. Ni el barrendero pasaba por allí, como si formaran parte de esa ciudad marginal que estaba relacionada con el barrio prohibido de las Perchas.



El callejón de las escalerillas era un lugar húmedo y sombrío por donde nunca se colaban los rayos del sol. Conservaba  una atmósfera medieval, flanqueado por los muros desvencijados de las casas antiguas, cuyas paredes no conocieron la novedad de una mano de pintura ni el adorno de una maceta.



Aquellos escalones de piedra parecían sacados del paisaje de una guerra y constituían un territorio magnífico para esconderse de la mirada de la ciudad. Por allí jugábamos los niños a saltar los peldaños de dos en dos y a mirar las piernas de las mujeres de la vida cuando subían hacia los burdeles abrazadas a algún cliente.



Los que vivíamos en los barrios fronterizos a la Plaza Vieja teníamos terminantemente prohibido subir por las escalerillas porque para los mayores aquel extraño pasaje era el camino directo hacia el pecado de la carne, que entonces era uno de los vicios más tentadores que había que intentar evitar. Qué diferentes eran las viejas escalerillas de los soportales de las escalerillas que subían a la Plaza Vieja desde la calle de Mariana. Las primeras llevaban directamente al barrio de la mala vida, mientras que las segundas comunicaban con el corazón comercial de la ciudad.



Aquellas escalerillas de piedra, que para los ojos de un niño tenían la seducción de los lugares prohibidos, tuvieron sus días de gloria cuando pasaba por allí el rodaje de una película. Aquella subida hacia el infierno fue inmortalizada en el verano de 1965 cuando los tramoyistas de la película Mando Perdido la transformaron con balcones postizos y muros de cartón piedra para que pareciera el callejón de un suburbio de una ciudad marroquí.



Los días de rodaje fueron una fiesta para los vecinos del lugar, que tenían la impresión de que por una vez y aunque fuera mentira, le habían adecentado su calle.



Las escalerillas de la Plaza Vieja empezaban debajo de los soportales de la cara norte, un mundo aparte un espacio sombrío y lleno de humedad donde apenas entraba la luz. Las puertas de las casas siempre estaban abiertas, tratando de recibir el regalo de algún rayo de sol perdido de los que a media tarde se colaban bajo los arcos.



Debajo de los soportales la vida parecía detenida, como si a lo largo de medio siglo no hubiera cambiado nada. A finales de los años sesenta, aquel pasadizo sobrevivía fuera de contexto, rodeado de un halo de pobreza y de mala vida. Era como un anticipo del barrio de las Perchas que quedaba dos calles más arriba.


Los soportales formaban un arrabal frente a la solemnidad del Ayuntamiento. Por las tardes, cuando la vida municipal desaparecía de la escena, el corazón de los soportales latía con toda su fuerza y las bandadas de niños silvestres, a veces descalzos y medio desnudos, volaban a sus anchas ante la mirada fatigada de los municipales que estaban de guardia.


Allí se juntaban los niños de los soportales con los que bajaban de la calle Pósito y del Cerro de San Cristóbal, para tomar la Plaza Vieja como si fuera una fortaleza. Los niños que veníamos de otros barrios, con otras formas y otros miedos, mirábamos con recelo a aquella pandilla forjada en la libertad absoluta de la calle. Peleaban mejor que nosotros, lanzaban las piedras con más puntería y no le temían a correr descalzos aunque apretara el frío ni experimentaban ningún temor cuando veían a un guardia sacarse la porra. Muchos de aquellos niños criados en los soportales constituían el mejor ejemplo de lo que nuestras madres llamaban “las malas compañías”.


Los soportales tenían un recodo que iba a desembocar a la calle Juez, frente al local de la perrera municipal. Era un callejón lleno de sombras, un recoveco con tres esquinas donde sonaba a todas horas la música flamenca que salía del bar de Juan López. A los niños que llegábamos de otros lugares nos gustaba internarnos en aquel túnel para mirar a las mujeres que compartían la barra con los hombres.  Era una aventura asomarse por aquel pasadizo donde olía a alcohol de garrafa, a tabaco negro, a sudor masculino y al perfume barato que traían de contrabando en el barco de Melilla. 


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